Personas andando por calle Larga, durante la cuarentena. FOTO: MANU GARCÍA
Personas andando por calle Larga, durante la cuarentena. FOTO: MANU GARCÍA

A veces mirando al tiempo solo se puede dar uno de bruces con la única verdad. Que no es más que el que nos queda. Escuchando cada latido y desempolvando a los viejos fantasmas que vuelven y recorren el sudor que cae por la almohada. Abatidos pensamos en la labor didáctica que podemos hacer con el vecino, el amigo de Facebook, los colegas y el que crees que jamás tendrá ya una conversión posible. Pero luego viene la incertidumbre de la autocrítica, cuando nadie nos ve. Alejados del mundanal ruido nos apretamos el cilicio, para experimentar dolor, buscando con la nueva punzada un bálsamo que nos diga: lo estás haciendo bien. Pero no hay nada nuevo bajo el sol. Y has estudiado y leído algunos libros donde todo tipo de revolución ha fracasado. Siempre doblegadas a los siete pecados capitales, adosadas a sus vicios y dependientes del placer.

Te cuestionas la militancia, tu aportación, lo que hiciste o lo que no podrás hacer. Te acribillas observando tus supuestas taras y defectos. Aferrándote a ellos por un lado como el que acerca un cojín a un sofá, directo a tu zona de confort u odiándolos, expuestos a un oxígeno, como si fuéramos una manzana recién cortada que pierde su belleza al contacto con la realidad. Hay tanto que hacer, tantos han hecho otros y no ha servido para nada o quizás sí. Parece que hasta el pataleo está controlado en una especie de corral donde nos dejan pasar unas horas al día intentando desengranar cómo funciona el sistema para mostrárselo a los demás. Como si los otros fueran niños. Niños a los que descubrir la verdad. Qué osadía más inútil, qué esfuerzo tan futil y extraordinario. Y es entonces cuando odias y te relames las heridas. Empezando a demandar un club de fans a la carta. O a imponerte una tolerancia con seres mezquinos que por despecho y desprecio a la humanidad actúan sin la menor consideración hacia el otro.

Y comenzamos a ser psiquiatras de lo cotidiano y a etiquetar de sociópatas a quienes nos dan la contra o de psicópatas a quienes odian la belleza y las posibilidades que podrían imperar en un mundo inacabado, y que empieza a dar señales de agotamiento. Pero revisas la historia y como en todo uno puede relajarse al comprobar que en Occidente hay menos pobres que nunca pero que en los confines del globo siguen hacinados como ganado quienes nos liberan de la realidad. Juzgándolos cuando reclaman paz, pan y justicia. Reprochando sus actos de violencia. Sin darnos cuenta de que hemos acaparado papel higiénico de manera compulsiva sin razones que puedan entenderse, al menos en el sentido más simple que atañen a las cosas.

Y así pasamos los días, esperando que de esta crisis la bondad y la conciencia colectiva se ensalcen. Dando importancia y situando la palabra revolución desde la opulencia y desde los problemas que tenemos la gente blanca en el primer mundo. Viendo cómo se socializan las pérdidas y se privatizan las ganancias, observando cómo empresas que en un solo trimestre ganan para pagar a trabajadores durante años se acogen a un ERTE. 

Afligidos observamos cómo el Estado tiene que hacer filigranas para despistar el chantaje de las multinacionales.

No hemos aprendido nada de antiguos ciclos que se han cerrado. De cómo cayó la gran Roma, de que los bárbaros y la decadencia en la opulencia pueden llevar a una persona tirarse por la ventana. Y hay tantas ventanas por donde saltar, no solo físicas sino mentales. El trabajo está considerado ya como un lujo, y la creencia de que la caridad nos salvará mientras encumbramos a tiranos que esclavizan a los más inocentes nos hace más mezquinos. El tiempo, ese tiempo que nos ha tocado vivir, hijos de una necesidad de competir como cuervos con la carroña y de la dependencia en no saciar nunca nuestros paladares y compulsiones.

Nada hemos aprendido, ni del absolutismo de reyes, ni de las revoluciones que derivaron en totalitarismos ni de lo que la socialdemocracia tuvo que conceder para mantener el quid pro quo. Sabiendo que en el confort de los ingratos estaba la solución. Tragando sapos y culebras. Quizás en esa falta de pragmatismo se nos fue la gran oportunidad. Pero quien sabe si haciendo lo contrario no hubiéramos acabado de nuevo vigilando al vecino. Hemos puesto como un dios al liberalismo de élites cínicas que parasitan al Estado y a un Estado que se deja parasitar por su terror y coacción. Mirando de cara solo nos queda pensar que todo cambiará pero desde las civilizaciones de los grandes ríos hasta el piso más lujoso de Londres todos adolecemos de lo mismo: miedo y angustia por sobrevivir. Está en nuestras manos.

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