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Allá por los años 80, cuando la enseñanza básica era obligatoria solo hasta los 14 años, los alumnos más brillantes de las escuelas ubicadas en barrios especialmente problemáticos ingresaban a esa temprana edad en los institutos de Bachillerato, donde se veían por fin libres del lastre que suponía tener que compartir aulas con una mayoría de compañeros desmotivados, indisciplinados y con los más diversos problemas de conducta y de aprendizaje. A partir de los 14 años, y durante los cuatro que entonces duraba el Bachillerato, aquellos alumnos procedentes de los entornos más desfavorecidos, disfrutaban por fin del ambiente adecuado para adquirir una preparación óptima de cara a seguir estudios superiores en la universidad, similar a la que podía dispensar cualquier otro instituto o colegio privado.

Los institutos de BUP eran la joya del anterior sistema educativo. Con independencia del barrio donde estuvieran ubicados, en ellos solo ingresaban los alumnos más preparados y motivados, por lo que las clases eran disciplinadas y los profesores podían ejercer de tales y dedicarse a impartir sus asignaturas con profundidad, llegando a niveles que ya quisieran hoy para sí las mismísimas universidades, donde cada vez llegan más alumnos que ni siquiera saben escribir con un mínimo de corrección. Aquellos institutos de BUP no solo eran islas de cultura y de ciencia en los barrios más degradados, sino que garantizaban la posibilidad de promoción social, cultural y económica de los chavales que sufrían las desventajas de haber nacido y de vivir en ellos.

Otro destino muy diferente era el que aguardaba a los chiquillos que se incorporaban a los centros de Formación Profesional una vez acabada la Enseñanza General Básica. Dichos centros carecían, en general, de los medios y de las titulaciones necesarias para formar adecuadamente a sus alumnos en los diferentes ámbitos profesionales, lo que unido al hecho de que solo ingresaran en ellos los estudiantes menos aventajados —los otros iban al BUP—, hacía que el ambiente escolar fuera muchas veces insufrible y, en consecuencia, que los niveles de formación estuvieran en muchos casos por los suelos. Aquella Formación Profesional sí que necesitaba una profunda reforma, y no el BUP, que era sin duda lo mejor de aquel sistema educativo.

La reforma educativa de los años 90 —la LOGSE— se vendió como el colmo del progresismo porque hizo obligatoria la enseñanza hasta los 16 años, quitando a muchos adolescentes de la calle. El error estuvo en pretender que hasta esa edad todos los alumnos siguieran los mismos estudios —sin itinerarios alternativos—, compartiendo aulas y programas los chavales más aventajados y motivados con los que al cabo de ocho años o más de escolaridad no habían sido capaces de aprender a hacer la o con un canuto, y ni manifestaban el más mínimo interés por aprender. Es más, en muchos casos el único interés de estos alumnos -que en los barrios más degradados no son una minoría, ni mucho menos- consistía —y consiste— en reventar las clases a base de continuas interrupciones, y en sacar de quicio a los profesores, a quienes por otro lado se les ha ido quitando —y ellos mismos han ido perdiendo— toda autoridad.

Para colmo, la reforma educativa de los años 90 supuso la conversión automática en maestros de miles de profesores de Bachillerato, que habían opositado para impartir ciencia en institutos, no para enseñar a leer y a escribir ni para tratar con chavales desmotivados y aquejados de la más diversa problemática, a los que, antes que nada, hay que enseñar a comportarse. Ser maestro no es lo mismo que ser profesor, y en la Enseñanza Secundaria Obligatoria hacen falta maestros, no profesores. O al menos profesores que sean también maestros.

El resultado de todo aquel desaguisado es una altísima tasa de fracaso escolar, unos niveles de formación bajísimos al acabar la Enseñanza Secundaria Obligatoria, después de al menos diez años —¡diez!— de escolaridad, y un montón de profesores quemados tras años de inhumana, incomprendida e infructuosa lucha en las aulas. Unos niveles de formación y una tasa de fracaso y de abandono escolar temprano que hacen de este sistema educativo la gran tragedia de nuestra democracia. Pero ojo con atreverse a denunciar que la reforma educativa de los años 90 estaba desnuda y se le veían las vergüenzas, como al emperador del cuento. Porque como fue perpetrada por quienes... la perpetraron —aún no han pedido perdón a la sociedad española por el enorme daño causado, ni lo pedirán—, quien se atreviera a criticarla se convertía automáticamente en un facha. Era, y es, la manera de disuadir a los herejes.

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