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Interrogado un parroquiano por un sacerdote católico sobre su fe, contestó que se consideraba un creyente con muchas dudas. Que más que creer, lo que a él le pasaba era que quería creer… aunque con poco éxito.

Pablo d’ Ors comienza su libro Biografía del Silencio, publicado en la editorial Siruela, con esta frase sorprendente de Simone Weil: “El deseo de la luz produce luz”.

Tengo que confesar que, para un agnóstico, es decir, para un creyente con muchas dudas -que no otra cosa es un agnóstico-, la frase citada produce una cierta inquietud. Y una gran paradoja. ¿Cómo va a producir luz solo el deseo de luz? Es como si dijéramos que el deseo de beber nos sacia o que el deseo de inmortalidad nos procura eternidad. Visto desde la pura razón esto es un disparate lógico, un absurdo que se asienta en la confusión entre ser y conocer. Mi deseo (o mi pensamiento) de que las cosas sean de tal o cual manera no influye y, menos, causa el que las cosas sean como son. Podrá adecuarse o no mi pensamiento o mi deseo a la realidad, pero, desde luego, no la causa.

A propósito de esta idea, me viene a las mientes la célebre anécdota del Barón de Münchhausen que tirándose de su propia coleta logró salir de una ciénaga en la que había caído, contraviniendo con descaro la ley de la gravedad. Pero todo el mundo sabe que Las aventuras del Barón de Münchhausen es un libro de ficción en el que Karl Friedrich Hieronymus propuso un mensaje radicalmente opuesto al racionalismo imperante en su época, dando pábulo a la posibilidad de viajar subido a la bala de un cañón o bailar en el estómago de una ballena. Saltarse por arte de birlibirloque las leyes de la física. Otorgar al deseo (a la voluntad o al pensamiento) la capacidad para construir la realidad. Pero la inutilidad de este esfuerzo está demostrada, al menos, en cuanto al paso del tiempo y al medio para conseguir la felicidad. En ambos casos, y en muchos otros al menos, no basta desear algo para satisfacer el deseo. ¿Por qué, entonces, afirma Weil que el deseo de la luz produce luz?

Un ateneísta de Chipiona refirió en cierta ocasión la siguiente anécdota: Interrogado un parroquiano por un sacerdote católico sobre su fe, contestó que se consideraba un creyente con muchas dudas. Que más que creer, lo que a él le pasaba era que quería creer… aunque con poco éxito. El cura le respondió que exactamente esa era la postura de los apóstoles, que nadaban en un mar de dudas. Pero que, en el fondo, la fe es solo el deseo de creer. Pues, entonces, le replicó el feligrés al cura, hay que buscarle otro nombre, porque creer es creer y desear creer es desear creer. Ni más ni menos. (Bien es sabido que el agnosticismo esconde, además, en el fondo, una rebeldía anticlerical).

Yo no sé qué produce el deseo de luz. Pero si lo que produce es luz, entonces es una luz muy oscura. Es una luz que casi es una tiniebla. Igual sucede que al final del túnel se ilumina todo. No lo sé. Tendré que llegar allí para poder contarlo. Porque si el misterio está tan claro, ¿por qué el misterio sigue siendo un misterio? ¿Puede existir un misterio claro, un misterio que se comprenda?

Así que si el deseo de luz produce luz… ¿el deseo universal de paz producirá la paz universal? ¿Y el deseo de comer producirá manzanas? No da esa impresión y no parece que hayan servido de mucho las pasadas Navidades y sus insistentes plegarias por la fraternidad mundial… No parece, insisto, que nuestro deseo, en cualquier dirección, tenga tanto poder. En el fondo es ésta una nueva versión ascética de aquella sentencia que tanto éxito tiene entre curanderos, sanadores, echadores de cartas y orientadores escolares: querer es poder. No. Por desgracia, no es así.

El deseo de la luz no produce luz (que se sepa), aunque es posible que sea la condición de su posibilidad. Como si lo único que estuviera en nuestra mano fuera construir el nido, el hueco, atender con persistencia a la oscuridad (focalizar) y esperar. Para que, sin saber cómo, cuándo, ni por qué, pudiera en esa oscuridad prender la llama que lo ilumina todo. Sería, en todo caso, un regalo, nada que merezcamos y menos que podamos conseguir por nuestro solo esfuerzo.

De la eficacia de este camino tengo mis dudas, a menos que el camino para llegar a la comprensión de lo que en verdad es sea la paradoja, el guiño de la razón. Y el repudio al yo. Pero qué haya detrás (o debajo) del yo es un misterio.

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