Los hijos de Putin

No solo hay hijos e hijas de Putin, clasistas y sin empatía, dirigiendo países. Quizás todos debamos analizar nuestros actos diarios y chequear la responsabilidad que tenemos en que estos tipejos prosperen

El presidente de Rusia, Vladimir Putin.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin.

Vaya susto el del martes noche. ¡Ya está aquí la tercera!, oí que gritaba un vecino. Yo, iluso de mí, me entusiasmé pensando que nuestro Gobierno socialcomunista había proclamado por fin la Tercera República. Pero mi gozo acabó pronto. ¡La tercera Guerra Mundial! ¡Rusia ha atacado Polonia!. Acojonado estuve toda la noche por el desastre inminente; hasta ayer, que la cosa se aclaró un poco más y lo que eran misiles rusos parecen ser ahora ucranianos.

Uff… vaya alivio. Salí al balcón y respiré hondo. Ya calmado,  mi cerebro recordó al psicólogo que tantos años fui y comencé a analizar el perfil de un tipo como Putin, capaz de llevar a todo un país al desastre. Basándose en su historial, Putin es un agente de la KGB nostálgico de la grandeza de los zares y de la fuerza militar de la URSS, que en el poder se rodea de sátrapas y de una Iglesia extremista, homófoba y machista. Su personalidad es narcisista, con evidentes atributos psicopáticos, maquiavélico y con relaciones sociales distantes basadas en la consecución de sus propios intereses. Vaya personaje, que diría aquel. Pero no debe sorprender a nadie. Los Napoleón, Hitler, Mussolinni, Stalin o ahora Trump —por citar a otro egocéntrico peligroso de estos días— comparten los mismos o similares rasgos. Estamos en manos de líderes que, a pesar de estas características evidentes y peligrosas, cuentan con legiones de personas que los siguen con devoción infinita, sin aceptar, al igual que hacen sus caudillos, crítica alguna.

Cansado de lo obvio, mi pensamiento se dirigió hacia los Putines y Putinas patrios que comparten cualidades inquietantes. Por ejemplo, ya en la España democrática, los delirios de grandeza del expresidente Aznar nos llevaron a una guerra absurda, y sus herederos son hoy el narcisismo de Ayuso, la radicalidad de Abascal  o los rasgos megalómanos de Macarena Olona.

Tras un instante, bajé la mirada y observé la plaza en la que vivo. Me percaté entonces de que hay muchos otros hijos de Putin que están aquí mismo, en nuestros barrios. No me refiero a espías rusos infiltrados sino a españoles de a pie, algunos muy patriotas, de esos que llevan la bandera puesta. Fijé la mirada en el camarero de una de las cafeterías que se ven desde mi balcón. Recordé la explotación y los contratos basura de los que él y sus compañeras se quejan a diario, aprovechándose sus jefes de la necesidad imperiosa de sacar a una familia adelante. De estos dueños, sus trabajadores refieren malas artes, horarios más largos de los contratados y sueldos míseros. La mayoría de los que allí han trabajado, en cuanto tienen la mínima oportunidad salen despavoridos y, alguna que otra, se ha marchado incluso al paro, harta de mentiras y maltrato laboral. Y entonces, me pregunté, ¿por qué cojones sigo tomando café ahí?

Quizá deberíamos cuestionarnos a qué empresas damos nuestro dinero y, si entre ellas están los que explotan a sus empleados, no deberíamos hacerlo. Esto vale para una multinacional de venta online, una cadena de supermercados o ese bar de la esquina en el que te tomas la cervecita. No solo hay hijos e hijas de Putin, clasistas y sin empatía, dirigiendo países. Quizás todos debamos analizar nuestros actos diarios y chequear la responsabilidad que tenemos en que estos tipejos prosperen, ya sea encumbrándolos como mesías salvadores o comprando en su frutería.

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