El buque de los sueños

Foto Francisco Romero copia

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Antes de terminar la carrera, empecé mi trayectoria, primero como becario y luego en plantilla, en Diario de Jerez. Con 25 años participé en la fundación de un periódico, El Independiente de Cádiz, que a pesar de su corta trayectoria obtuvo el Premio Andalucía de Periodismo en 2014 por la gran calidad de su suplemento dominical. Desde 2014 escribo en lavozdelsur.es, un periódico digital andaluz del que formé parte de su fundación, en el que ahora ejerzo de subdirector. En 2019 obtuve una mención especial del Premio Cádiz de Periodismo, y en 2023 un accésit del Premio Nacional de Periodismo Juan Andrés García de la Asociación de la Prensa de Jerez.

Allá por la primavera de 1998, las adolescentes de toda España tenían, dentro de su atribulada agenda, un objetivo fundamental que debían hacer realidad antes de convertirse en calabaza (lo cual en la pubertad, uno sospecha que le ocurrirá al día siguiente si no obtiene ipso facto todo lo que desea): ser testigos del naufragio cinematográfico más famoso de todos los tiempos. ‘Titanic’. La superproducción de James Cameron y la 20th Century Fox, era el tema de conversación cada lunes a la entrada del instituto, en las cenas de hamburguesería del fin de semana o en el parloteo vespertino acompañado a partes iguales de bollería industrial y propósitos trascendentales. Una de las consecuencias lógicas del fenómeno que llevó a las salas a cientos de millones de espectadores en todo el mundo eran las interminables colas para hacerse con el preciado Santo Grial en forma de entrada de cine. En las sesiones más concurridas incluso era necesario abandonar por esa semana el sueño de ver hundirse el transatlántico y resignarse a viajar en otro medio de locomoción del celuloide.

Uno de esos “vehículos” del séptimo arte en los que era posible subirse por aquellos tiempos, y que solía ser recambio habitual del barquito descomunal, fue una cinta menos trascendente bautizada en España como ‘Pactar con el diablo’ (Warner Bros, 1997). Lejos del amor inmortal que viajaba a bordo del buque de los sueños, Keanu Reeves, como abogado de Satanás, nos ofrecía un relato de perversión y codicia muy en la línea de los últimos 90. Pero aunque la falta de butacas disponibles obligara a mantener una relación contractual de dos horas con Al “Belcebú” Pacino, el público seguía prefiriendo embarcar rumbo al amor infinito por muy gélido que resultara el golpe de realidad. Tanto es así, que el desafortunado navío arrojó unos beneficios de más de dos billones de dólares sin contar su reposición en 3D en 2012. Y todo esto… por el amor. Sí, el amor romántico. Ese que nos hace estremecer en la butaca, sentirnos insatisfechos con lo que tenemos y ansiar vivir permanentemente en un filme azucarado donde la organizadora de bodas, o la camarera del hotel o la estudiante inexperta logra encandilar al arrogante magnate o al soltero empedernido.

Da igual si se es una meretriz (cándida aún así) de Hollywood Boulevard o una princesa al más puro estilo de la factoría Disney: bella, joven y delicada. Lo importante es encontrar al príncipe, porque si algo nos enseña el celuloide es que el galán de nuestra película vital vaga por ahí. Nos está buscando y hará su entrada triunfal probablemente en una tarde lluviosa, cuando nos refugiemos juntos en el mismo portal, crucemos nuestras miradas y un segundo baste para saber que pasaremos el resto de nuestras vidas juntos. ¡Qué difícil le resulta a la vida estar a la altura del buque de los sueños! Aunque el galán se nos muera en medio del Atlántico y con escarcha en la nariz.

Desde luego el amor manda. Ya dijo el popular cineasta Joel Coen que en realidad solo se pueden contar tres historias: La Odisea, el chico conoce chica, y de la otra ni se acordaba. La gran pantalla es ese caleidoscopio a través del cual aprendemos a mirar el mundo y pretendemos cambiar el nuestro. De hecho, la pasada Navidad (época romántica donde las haya) tuvimos un ejemplo descarnado y descarado de esto. Un conocido youtuber español decidió pedir matrimonio a su novia frente al castillo más emblemático del parisino parque Disneyland mientras sonaba la banda sonora de ‘Frozen’, el último éxito de la factoría de animación. Otra gélida historia de amor. El vídeo, rebosante de luces, arrumacos y fuegos artificiales, acumuló más de 200.000 reproducciones en poco más de un día y es un reflejo de las ganas que tenemos de pasar al otro lado de la pantalla.

Mientras tanto, a este lado de la sala de cine —en la frialdad de una butaca en la que se nos acaba clavando en el trasero una indómita palomita de maíz—, el número de demandas de disolución matrimonial iniciadas en 2014 superó las 133.000 en España, una subida con respecto a años anteriores que las asociaciones de familias atribuyen al ‘divorcio exprés’ y a la salida de la crisis. Sí, volver a tener liquidez y abandonar el buque de los sueños parece ser todo uno. Especialmente cuando se detecta que la sesión a la que hemos entrado está más en sintonía con la frialdad de la relación contractual —sea o no el diablo una de las partes contratantes— que con el amor perfecto del navío inmortal. Así pues, aunque Satanás aceche en el juzgado, queremos subir al barco, queremos castillo y cuento y caballos, y una ópera de Puccini, y el vuelco en la tripa y el “felices para siempre”… aunque dure apenas cinco minutos o se nos hielen las narices en el intento. 

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