Tres policías nacionales se acercan hacia nosotros. Porra, pistola, traje azul inmaculado y toda la parafernalia que haría un Madelman hasta del mendigo de abajo de mi casa.
Tres policías nacionales se acercan hacia nosotros. Porra, pistola, traje azul inmaculado y toda la parafernalia que haría un Madelman hasta del mendigo de abajo de mi casa. Cuando digo nosotros, me refiero a mis esporádicos acompañantes de la Alameda Vieja, a quienes nos une más la amistad de nuestros canes que la nuestra propia. “Caballeros –introduce uno de ellos, imponente- los perros no pueden ir sueltos, ¿lo sabían?”. Humildemente, decimos que sí, mientras las mascotas se tumban en postura sumisa sobre sus cuatro patas, mostrando un entendimiento cuasihumano.
Como el esperpento todavía no ha acabado, uno de los agentes obliga a uno de mis acompañantes a soltar al perro y someterse al rutinario cacheo, tras una pregunta que a cualquiera que no guarde drogas o armas bajo el colchón le sorprendería: “¿Lleva algún elemento comprometedor en los bolsillos?”. “¿Pasa algo?, pregunta él con los brazos en alto. “Para empezar, le hemos visto tirar el porro al suelo y pisarlo”, le espeta el funcionario. Tras él, me toca el turno a mí, que desde mis años universitarios no pruebo el hachís y la maría, por lo que espero paciente y algo aburrido a que acabe el procedimiento.
Los agentes del orden nos explican que alguien les ha dado el aviso y claro —supongo yo—, como la Comisaría está a dos minutos a pie, supongo que no habrá nada mejor que hacer que desplegar a tres policías para que la ciudad pueda descansar tranquila. Ya hay un porro menos —se lo han llevado precintado en una bolsita— y cuatro pequeñas ‘bestias’ atadas que no perturbarán el descanso de ningún vecino. Como decía Clint Eastwood, alias El Rubio, en El bueno, el feo y el malo: “Hoy dormiré tranquilo, porque mi peor enemigo vela por mí”.
