Como el aire incrédulo que acompaña la argamasa del polvo de la acería, o aquellos otros diáfanos y profundos que el mar me acerca.
Hay aires para todos los gustos y paladares. Como el aire incrédulo que acompaña la argamasa del polvo de la acería, o aquellos otros diáfanos y profundos que el mar me acerca. Aunque por la ventana, acechada por la selva del fresal de mi maceta, no corre aire sino una corriente que atrae el molesto ruido del tren de mercancías.
A pesar de su diversidad, me he hecho amigo del aire, al que reconozco sin mayores motivos, azuzándome allá por donde campo a mis anchas. Por muchas razones. El aire me trae historias. También utopías. Clases de poesía. Y ejerce de abrigo cuando la soledad me deja en pelota picada.
Señala un anuncio que, por cada minuto que transcurre, asimismo perdemos la oportunidad equivalente de encontrar nuestra pareja ideal. Mensaje claro para conciencias blancas como satén. No deja lugar a dudas. Verdad inequívoca y contundente, como la pedrada de un hondero, para muchos de los que están solos, atentos al trabajo y al consumo, porque se han sumado a la alocada carrera de triunfar en todos los ámbitos posibles: muslos abiertos, apadrinamientos de niños pobres o torsos convertidos en armarios de cuatro puertas.
Hasta que el aire me sacó de encima la idea. Sí. El aire. Ayer por la tarde. Oteaba la forma en que barrios de mi ciudad han trepado monte arriba, tratando de asimilar las masas de familias de obreros que emigraron en la década de los sesenta y, entre cuyos vástagos nací yo.
Me vino un aire trepidante y elocuente, empujado por las nubes de media altura y, como supe después, buen amigo de los vencejos. Aire de la meseta. De los campos castellanos. Del Pisuerga. O como señalaba su bocanada: de las fachadas de adobe salpicadas por el reflejo de cuatrocientas amapolas. Aire racheado y benévolo. De parte de mis antepasados. ¿De parte de quién? ¿Del bisabuelo Valeriano? ¿Del tío Venancio? ¿De las eras? ¿De la vieja tienda de abastos?
Tal prodigio, sintiéndome más solitario que de costumbre, había atravesado manantiales y rastrojos, y lo suyo no era realizar largos periplos en balde, aunque a punto de desesperarse al transitar por el desfiladero de Pancorbo, siempre atorado de vehículos de transporte en uno y otro sentido.
-Soy el aire de los apus.
-¿De los apus?
-Sí, de los apus. De los vencejos. Las avecillas cuya cola ahorquillada parece el tirachinas que llevabas de pequeño, con una ristra de gomas.
Pájaros que a menudo, por no decir siempre, he confundido con las golondrinas. Ambos paisanos de los cielos. De vuelo raudo y donde el ojo del hombre debe ser más avieso que una motocicleta de gran cilindrada para perseguirles. Apiñados en los aleros de las casas, o en la loma vertical de cobertizos y patios ruinosos, los vencejos son harto diferentes porque, durante muchos lustros compartieron parentela con los colibríes, hasta que algún iluminado de la biología relegó a estos últimos a un orden propio y los vencejos se quedaron en la soledad de los apodiformes.
El ave que venció al anuncio de los minutos que se pierden, goza de innumerables historias en su haber, una de las cuales revela nuestra práctica ignorancia sobre los vencejos. El hombre, en algunas geografías, les redujo a representar el mal agüero por antonomasia, debido al filo de guadaña de sus alas extendidas, cuando en verdad, simbolizan el espíritu de la lenta sabiduría, en las plumas de un vencejo antecesor, solitario y enamorado de la luna.
-¿Sabes que mis apus viven en lugares tan dispares como los Andes o las chimeneas? ¿Y que en todos ellos son capaces de vivir sobrevolando, sin pisar tierra o amerizar, durante más de un año?
-¿De verdad? Parece increíble.
-Sí. Como si fueran semillas de diente de león. Y no es producto de un azar cualquiera.
Alcé la vista y la extendí sobre el horizonte nuboso. Aves que viven en los aposentos del cielo. Sin percatarse de que la fuerza de la gravedad nos impulsa a estar pegados a la tierra, dándonos puntapiés y empellones. Lejos de la interminable sombra de los televisores y del vacío que nos asalta ¿Qué impulsó a los vencejos a vivir, alimentarse y procrear en el aire? ¿El inagotable manantial de los mitos? ¿Un relámpago de imaginación?
La contracorriente. Les empujó la contracorriente. El mundo al revés. A pesar de la aparente fragilidad de los vencejos, con sus patas cortas y delgadas, como si fueran a derrumbarse en tierra, siempre hubo un vínculo impenetrable entre los vencejos del infinito, el aire que los eleva y la tierra que los protege. La tierra les brindó el conocimiento de las paredes, escondrijos y rugosidad de los árboles; el aire, el impulso necesario para alejarse de la vaguedad de la superficie y hacerse astrónomos.
Todo comenzó con un joven vencejo, vinculado a la soledad y lentitud, como yo. Un vencejo soñador que veía trazas de belleza mucho más allá de los terrenos donde las brisas adolescentes jugaban con sus compañeros y él, recién salidos del nido. Juegos propios de su tierna apetencia por la vida y espejo de las futuras responsabilidades que les esperaban: alimentarse, discernir la nueva estación y emigrar al trópico cuando otros vientos más hoscos y longevos penetraban por poniente.
Por las tardes era común que vencejillos y brisas se enseñaran a volar o levantar nubes de polvo para practicar el escondite entre ellos. Al término de la jornada, cuando el sol caía, todos volvían a sus atarazanas de adobe. Todos menos uno, menudo y singular que, ajeno a toda circunstancia, gastaba el crepúsculo en contemplar los entresijos del firmamento. Luces que tiritan. Horizontes alumbrados por la oscuridad. Una esfera blanca y cargada de harina. En esta extraña y lejana forma se detenía todas las noches, tratando de discernir sus dimensiones con su pico o la curvatura matemática de las tejas.
Todas las noches y los días que las sucedían, preguntándose él mismo, a sus compañeros, al aire y a la tierra. Nadie supo o, mejor dicho, quiso ofrecerle una respuesta, salvo un generalizado “ándate y no seas loco”, porque los vencejos, si también estaban hechos para soñar, el destino les tenía reservada una responsabilidad mayor: huir del frío y emigrar hacia geografías más cálidas. Incluso el aire más veterano, haciéndose eco de las inquietudes del pajarillo, trató de abrirle los ojos:
-Lo que contemplas con esos escuetos ojos es la luna. Un simple astro. Es mejor no mirarla porque te convierte en un soñador.
-Pero quiero ser astrónomo.
-Lo sé. Tienes hambre de luna, ¿verdad?
-Sí.
-Es bella, pero soñar demasiado con la luna es una utilidad inútil. Los pájaros apenas la tienen en cuenta porque es una obra caprichosa del cielo.
Por mucho que el decano de los vientos le advirtiera, no consiguió que el joven vencejo desistiese en su empeño por descubrir la naturaleza de la esfera oronda, que a ratos menguaba o crecía. No concebía que la luna fuera un astro impracticable y carente de sentido, así que pensó en cómo poner en práctica tamaña locura. Ideó un plan: deslizarse de la mano del aire y volar hasta la luna, la primera noche que apareciera tan esbelta como la flor de una granadilla, convenciendo al mismo que había sido condescendiente con él.
Así que, llegada la noche en que el cielo estaba raso y la luna en todo su esplendor, tal y como acordaron, el vencejo se acomodó en el hito más apropiado que encontró: un chopo añejo, en el borde del talud del canal. Se precipitó al vacío y, entonces, el aire sopló con todas sus fuerzas. El vencejo batió las alas enérgicamente y empezó a ascender, veloz y seguro de sí mismo. Subió sus ojillos y la cola ahorquillada apuntó a su soñado astro, al que se iba acercando, hasta que el aire le perdió de vista y el ave se convirtió en una sombra de vencejo delante de la luna.
El aire se arrepintió del soplo en cuanto transcurrieron las horas sin que avistara al vencejo. No fue más que un espejismo, porque con los primeros rayos del alba, el vencejo regresó, despertando a toda la comunidad, con sus chillidos y gorjeos. Había conocido la luna. Era un satélite que gravitaba alrededor de donde ellos vivían. Hacía adelgazar al mar a su antojo. Fabricaba olas. Y antes de que nadie osara levantar el pico, se quedaron perplejos cuando vieron cómo las alas del vencejo, al extenderse, dibujaban el semblante de una media luna.
Desde aquel día, nadie volvió a dudar del espíritu soñador del vencejo y, en señal de respeto, tomaron la costumbre de reunirse diariamente durante los crepúsculos, para dejar que el aire les elevara y acompañarle en las alturas. La luna también puso de su parte, ya que un grupo de estrellas se instalaron, en forma de vencejo, en alguna parte del cielo, limítrofe con el hemisferio sur: la constelación de Apus.
He tardado dos semanas en componer esta historia, sin mayor atribución que un puñado de recuerdos y la sombra de otro pájaro al que tengo sumo cariño: el vencejo. Un ave migratoria y rodeada de numerosos mitos y curiosidades. Cuando era pequeño las confundía con las golondrinas, porque sus hábitos son prácticamente similares. Pero las golondrinas son aves paseriformes y los vencejos, como las salanganas, apodiformes.
Apus apus. Del griego “sin pies”, ya que los vencejos disponen de unas extremidades inferiores pequeñas y delgadas, que les impide posarse con soltura en el suelo. Los escogí como protagonistas de mi historia, porque según cuentan todas las fuentes de información, se alimentan, copulan y viven en el aire, hasta tres años. Vaya usted a saber. Pero sí es constatable que al atardecer, ascienden, movidos por las corrientes térmicas, hasta los dos mil metros de altitud, y allí se quedan, ensimismados en las alturas, hasta la salida del sol, ni no tienen que incubar o dar de comer a las crías. Pero los apus, como aprendí en algunas obras de la narrativa peruana, también son los dioses de las montañas andinas, o el nombre de una constelación de estrellas limítrofe con el polo sur: constelación de Apus o ave del paraíso. De este modo es como surgen las historias, salpicadas de unos elementos tomados de la realidad empírica, y en otros que son producto de la imaginación o inventiva, hasta convertir la diferencia entre realidad e imaginación en una frontera apenas perceptible.
Quizás, con esta conversación que mantuve con el aire, éste nos deja presentes cómo, incluso los seres vivos más insignificantes, cobran sentido en la palabra y sortean toda clase de convencionalismos que nos impone la vida. Así, un simple vencejo es capaz de nadar a contracorriente y conocer la luna, o alguien provoca una sonrisa cuando escribe y señala que las golondrinas son “randunicas” en rumano. Soy como los vencejos, capaz de quedarme durante meses volando, allá en lo alto, con la boca abierta, comiendo insectos de poesía, porque mis patas son menudas y frágiles, y tengo dificultad para posarme en los terrenos de la vida moderna, a la que no renuncio, pero prefiero estar aquí, a ras de tierra, habiendo convertido el vuelo de gran altura en una cuestión de lentitud, lejos de la codicia y de todos esos anuncios en los que te instan a ganarle el pulso al tiempo. Basta una sola flor de granadilla para el campo advierta que se sienten decenas poblando los jardines.
