Economía sumergida

Jornaleros en plena faena, en una finca ubicada en el término municipal de Jerez, en una imagen retrospectiva. FOTO: JUAN CARLOS TORO.
31 de marzo de 2016 a las 08:45h

No hay que remontarse mucho tiempo atrás para recordar tiempos en los que el españolito de a pie subsistía a base de lo que le proporcionaba la tierra y el mar. Quien más, quien menos, conoció épocas en las que los campos parían frutos y verduras que luego se vendían a buen precio en mercados de abasto, fruterías y ultramarinos de barrio sin más intermediario que las manos del agricultor o del pescador.

Hortalizas de Rota, higos “de Jerez”, caballas “caleteras”, mostachones de Utrera, protagonistas de pregones a pie de calle donde el vendedor trataba de colocar una mercancía sin más ambición que la poca ganancia que pudiese sacar a unos productos alejados de la manufactura e industrialización actual; un sinfín de productos cuya denominación de origen era autóctona y, lejos de sellos de garantía comunitaria, proporcionaban no pocos ágapes, sabores naturales, intensos e inolvidables.

Por desgracia el progreso conlleva sacrificios, y hemos preferido que la locomotora económica europea nos alejara de los viejos apeaderos de tren a cambio de estaciones de espacios diáfanos, escaleras mecánicas y voces robotizadas que nos desean buen viaje al nuevo destino: la modernidad.

Y en el camino nos hemos dejado lo auténtico, lo natural, nuestras señas de identidad. Ahora las grandes superficies venden a precio de saldo pescado de nuestros caladeros, mezclados en las mismas cubetas con peces de Cabo Verde, Canadá… las hortalizas son de redondeces perfectas y colores vivos, jugosos. Sin embargo, esa jugosidad es efímera y se volatiliza al primer mordisco dejando en nuestros paladares sabores insulsos. Delicias vanas que se perderán en nuestra memoria porque no aportan nada que avive nuestros sentidos adormecidos de tanto comer lo que todos comen.

En cambio, bajo la etiqueta de “productos ecológicos” se nos vende lo que hemos consumido toda la vida (hasta la llegada de la locomotora de la modernidad), bajo la bandera de lo saludable, lo inconfundible y lo que solo está al alcance de unos privilegiados. Eso sí: a más alto precio del que pagábamos hace unos años.

Los gobiernos de países “desarrollados” se afanan en publicitar programas de buena alimentación huyendo de la comida rápida, alimentos preparados y abogando por los productos naturales. ¿A qué juegan? Si quieren fomentar la buena alimentación, penalicen económicamente lo insano y favorezcan el consumo de lo que es beneficioso… de” lo de toda la vida”.

Y nosotros hemos aceptado sin reparos ser parte de este triste juego por tener un puñado de euros más en el bolsillo.

Esta es la vida que hemos escogido. Este es el diablo al que vendimos hace tiempo nuestras almas.