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Nadie volvió a mencionar al maestro, como si no hubiera existido. Pero Juana sintió que había vuelto a quedarse huérfana y se vistió de luto.

Las cintas, los botones, la pasamanería de mayor calidad, se vendía en aquella tienda céntrica, situada junta a una de las antiguas puertas de la ciudad. Uno de sus muros era un trozo de muralla. Lo que había hecho sentirse a Juana la princesa de un palacio secreto cuando jugaba con su hermana en la trastienda, un universo de cajoncitos de caoba con pomos dorados que contenían vistosos tesoros para los ojos de las dos niñas. 

Mercería La abadesa había tomado su nombre de una tía política de su madre que, habiendo heredado la tienda, se decidió por los claustros. Nunca pasó de monja pero sus abuelos la ascendieron de rango ante la bondad que les hizo de pasarles la tienda, a ellos que malvivían de arrendatarios de una finca de secano. Sólo tenían una hija y para aquella quedó cuando se casó con el chico de los recados. Juana les conservaba un tenue recuerdo de risas, zalamerías y besos sonados. 

“Dios siempre se lleva pronto a los mejores”, repetía sin cesar la hermana Celeste cuando sus padres murieron del tifus. Juana tenía doce años y su hermana Emilia diez y ninguna de las dos encontró consuelo en pensar que sus padres las miraban desde el cielo. Sobre todo cuando apareció Martina, una prima de su madre que más que para hacerse cargo de ellas había llegado rápidamente para apoderarse de la mercería. Martina no entendía mucho del negocio, todo su afán se fue al manejo de la caja registradora, delante de la cuál colocó un taburete alto del que no se separó en ningún momento. Eso las convirtió en dependientas de la noche a la mañana, lo que les impidió seguir acudiendo a la escuela. A nadie llamó la atención que después de haber sufrido aquella desgracia las niñas tuvieran que trabajar.

Quién más sintió que no siguieran estudiando fue el maestro, Antonio Márquez. Fue el único que no comprendió que con la suerte que le había caído a Martina no fuera más agradecida permitiendo que sus sobrinas disfrutaran de lo que les quedaba de infancia entre los demás niños. Pasaba por la mercería a menudo. Siempre estaba perdiendo los botones de su levita, lo que le servía de pretexto para ver a las niñas a las que solía llevar una bolsilla con confites, para alegrar sus ojos tristes.

Juana lo quería mucho. Era escuchar sus cascos por el empedrado y quitársele ese pesar que le oprimía el pecho todo el tiempo. Acudía pronta para abrir las dos puertas, los centauros necesitan espacio. Llevaba siempre camisa blanca y una chaqueta larga que le cubría la grupa. Al descubrirse la cabeza brevemente, por cortesía, aparecía una brillante calva que contrastaba con la lustrosa y negra cola. Pero como él decía siempre: “No hay que dar nada por supuesto”. Un bigotillo fino hacía frontera entre la pequeña boca y una nariz ancha por la que se veían salir nubecillas de vapor cuando iba acelerado. La piel blanca de sus manos quedaba sombreada de unos vellos negros y abundantes, lo que le hacía cubrirlas con unos finos guantes de cabritilla. Era ciertamente de lo más elegante.

"Cuando sonreía, sus ojos castaños brillaban irisados y cuando se enfadaba se volvían oscuros, casi negros"

Cuando sonreía, sus ojos castaños brillaban irisados y cuando se enfadaba se volvían oscuros, casi negros. Juanita lo comprobaba cada vez que el maestro se aproximaba a la caja y por ende a su tía para pagar. Martina evitaba cruzarle la mirada y una vez que se marchaba se quejaba del frío que había entrado por la puerta de par en par, pero al fin y al cabo era un cliente habitual y lo primero era el negocio.

El del 36 fue un verano largo y caluroso. La última vez que lo vio, el sudor empapaba la parte baja de las patas de Antonio haciéndolas brillar. Juana había salido a un recado y el maestro la invitó a una horchata en la heladería Soler. Los dos ocuparon sitio frente al mostrador y apenas hablaron. El ventilador del techo giraba sobre sus cabezas y la cola del profesor no dejaba de moverse intentando espantar las moscas.

Dicen que fue por salvar a uno de sus alumnos, Miguel “el de Joaquina”. Tenía 16 años y el maestro había conseguido que acudiera después del trabajo, para aprender a leer y escribir. Cuando el alzamiento lo refugió en su casa, iban a por todos los rojos y el muchacho tenía carnet de la CGT. Acudieron de noche y rodearon la escuelita, detrás del aula estaba la vivienda. Don Antonio abrió la puerta ante los feroces golpes que amenazaban con tirarla y preguntó: ¿quién va? No recibió respuesta, un tiro a bocajarro le destrozó el corazón y la sangre brotó a raudales, roja y espumosa, formando un charco enorme. El maestro se miró el pecho asombrado y cayó hacia delante doblando sus patas. Lo arrastraron con un Jeep del ejército, como a los toros las mulillas después de muertos. Con la piel destrozada y algunos huesos al descubierto fue enterrado en un huerto de tierra blanda. Al chico no lo cogieron, los ahorros de toda una vida de su protector sirvieron para pagarle un pasaje a Tánger, donde tenía una tía.

La escuela se cerró y un día apareció quemada. A nadie le importó, dijeron que era una mala cuadra. Nadie volvió a mencionar al maestro, como si no hubiera existido. Pero Juana sintió que había vuelto a quedarse huérfana y se vistió de luto. Cuándo la hermana Celeste le preguntó por quién se dolía, le respondió con orgullo: por don Antonio Márquez, Dios siempre se lleva pronto a los mejores.

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