He estado leyendo una obra breve de C. S. Lewis, Una pena en observación. Me la recomendó un amigo.
Lewis la escribió después de haberse quedado viudo de Joy (en inglés, «Alegría»), es decir, cuando en su vida coincidieron la verdad y la metáfora. Este duelo, este golpe directo que es la pérdida, es uno de esos momentos en los que se unen los dos grandes temas del hombre: el amor y la muerte.
Son ásperos los compases para quien baila solo los acordes lejanos de las horas más dulces. Pero, incluso cuando las lágrimas nos enturbian los ojos, no queda otra que seguir poniendo los pies a un ritmo nuevo, porque la música, aunque distinta, nunca para.
En esta obra, Lewis, más que ponerle voz a la voz que ya no escucha, hace visible el eco que se asoma desde su vacío; fija los ojos en el corazón de la llaga y va dejando pensamientos e impresiones como esta: «nadie me dijo que el dolor se parecía al miedo».
En mi opinión, el miedo y el dolor van de la mano. Antes de la avalancha negra, está el miedo de la pérdida, de que algo va a desprenderse en nuestra vida. Luego, el miedo al desabrigo, el frío desconsuelo del «¿y ahora qué?» y la insuficiencia de los porqués de cualquier pregunta. También, el miedo del olvido, de ver cómo los recuerdos se vuelven más difusos o incluso, poco a poco, se van diluyendo.
En el amor, casi se siente que la vida tiene que volver a como era la vida antes de esa persona, pero habiéndola conocido, es decir, a habitar algo parecido a un absurdo. Con un padre, como es mi caso, es, a la vez, parecido y, a la vez, distinto. Mi vida también es la misma y otra, pero nunca había conocido la vida sin él.
Volviendo a Lewis, se da cuenta de que la autocompasión es adictiva, de que alimentamos al lobo que nos muerde. Nuestros pensamientos echan anclas en un mar que sacude, en el que hundirse es fácil. Y, justamente, ese haber caído en la cuenta, es lo que hace que libre su batalla adentro, para apartarse. No que hay que hacer mucho para el llanto, de hecho, es nuestra forma de venir al mundo. Quizás ya nos veníamos advirtiendo; la vida nueva debe cruzar las lágrimas.
Si contrariado, desarraigado, Lewis no se ve del todo en medio de un absurdo camusiano es porque no cuestiona la existencia de Dios, sino Su naturaleza, preguntándose incluso si es una especie de sádico. Y no le sirve de consuelo que Joy ahora esté en Sus manos, porque se supone que también lo habría estado en vida.
Pero, después de la angustia, de tanta brújula rota, al igual que Kierkegaard, da un salto más allá de la razón, hacia un horizonte de lo posible. Su elección es confiarse a lo que no ofrece una respuesta clara ni directa, entregarse como se entrega quien ama: arriesgándose ante la posibilidad de recibir la nada o algo peor que la nada, como la indiferencia. El temor y el temblor se le vuelven fe.
En la noche, para Lewis, como para Novalis, es cuando llega la aceptación, el hermanamiento con la propia noche. Desaparece la náusea, la desesperación. Ya ni siquiera importa si algún ángel escucharía sus gritos, porque hay amor más allá de la muerte.
Creo que cuando la persona amada está más que viva hace verdad el retorno de lo vivo lejano, porque su permanencia está en nosotros, en nuestra mirada, en nuestras acciones y palabras, en nuestra memoria, en nuestro estar en el mundo; a veces, en nuestra sangre.
Para mí, hay algo mayor que la muerte en el amor que queda, una forma del ser diferente a la vida, pero que puede hacerse soplo para quien aún no se ha ido. Yo me siento custodio de su existencia. C. Y siento que esto es otra forma de amor.
