Se acaban de cumplir 42 años del día en el que Lola Flores, terriblemente desesperada ante la avalancha multitudinaria que impedía la celebración en Marbella de la boda de su hija Lolita, lanzó aquella frase inmortal de “si me queréis, irse… Y quizás parecida desesperación es la que lleva a miles de gaditanos y gaditanas a repetir la misma frase a lo largo y ancho de la temporada veraniega ante la constatación irremediable de que una parte de nuestra vida cotidiana se ha esfumado por el irrefrenable afán de morir de éxito.
Desde hace ya algunos años la invasión de nuestro espacio vital más preciado es una realidad inevitable. El turismo de toda la vida, más pausado y rentable económica y socialmente, ha dado paso de la mano de influencers, prensa rosa y las más variopintas y exitosas redes sociales, a un fenómeno alienante que hace que tu playa de toda la vida, la de tu infancia y adolescencia, ya no es tuya, sino de ellos, gentes cuyo acento nos recuerda a los presentadores de las noticias de Antena 3 y en ocasiones a los de Canal Sur.
Nuestro chiringuito de toda la vida, el de los mostradores metálicos de Cruzcampo y los manteles de rollo de papel, ha sufrido una transformación modelo Ikea con vajillas pretendidamente lujosas, lámparas de diseño y sobre todo cartas de comida y bebidas que nada tienen que envidiar en precios a las azoteas de los hoteles madrileños de donde proceden buena parte de los empresarios que los gestionan en esta nueva era de la restauración que se ha dado en llamar canillita y que tan magistral y certeramente definía hace unas semanas el diario El País.
Porque esa es otra, más allá de la mera colonización del territorio que durante el resto año nos cobija y da sentido a una parte de nuestra existencia se produce en estos meses de verano otra colonización igualmente dañina. La hostelería, que mayoritariamente siempre fue de pequeñas y medianas empresas locales, ha sido igualmente colonizada por grupos madrileños o sevillanos que durante el invierno explotan azoteas y lugares de ocio lujosos a cientos y cientos de kilómetros de aquí. Nuestra costa se ha llenado de paraísos vikingos y templos del atún rojo que extraen rentas de nuestra provincia hacia otras provincias españolas, unas limítrofes y otras más alejadas y luego si te vi no me acuerdo. Y todo ello ha traído consigo que el comer en un chiringuito sea algo prohibitivo para el común de los mortales porque los precios altos se contagian con más facilidad que el covid en sus buenos tiempos.
Y si la hostelería se ha convertido en una especie de caballo desbocado otro tanto está ocurriendo con los alojamientos. La proliferación de viviendas turísticas, además de provocar un encarecimiento importante para el residente de todo el año, que todavía algunos quedan, son terreno abonado para la economía sumergida y escapan a la regulación de precios que la industria hotelera pone en práctica. El empleo que genera este tipo de viviendas turísticas en buena parte escapa a la normativa reguladora de las relaciones laborales y sus beneficios son opacos para la hacienda pública.
Pero parece que ese camino, el suicidio por éxito, es el que han elegido quienes nos representan, parece que no importa que nuestras carreteras se conviertan en la temporada veraniega en interminables caravanas al estilo de aquella inolvidable “La autopista del Sur” de Cortázar, que aparcar en la ciudad de Cádiz o en cualquier ciudad o pueblo de nuestro litoral sea una especie de ruleta rusa en la que normalmente aciertas con la única bala del cargador, que las basuras reposen tanto dentro del contenedor como fuera, porque al fin y al cabo esto sólo dura dos meses y medio… Qué razón tenía Lola cuando ante aquel caos multitudinario gritaba: ”si me queréis irse…”
