Mascarillas, en una imagen de archivo.
Mascarillas, en una imagen de archivo.

Quién nos iba a decir que la mascarilla se iba a convertir en una prenda más de nuestro atuendo cotidiano y todo por culpa de un virus que lleva ya medio año sembrando dolor y muerte entre nosotros. Poco antes de la irrupción, violenta y traumática, del Covid en nuestras apacibles vidas nos resultaba curiosa y exótica la imagen de turistas, casi siempre asiáticos, que paseaban por nuestras calles con la mascarilla cubriendo buena parte de su rostro.

Aquello, que quizás considerábamos algo exótico y exagerado, se ha convertido hoy en norma obligada para toda la ciudadanía por el bien de nuestra salud aunque algunos cientos de descerebrados se hayan convertido en paladines de la insensata lucha contra su uso. Y si bien al principio la mascarilla era un bien escaso hoy en día disfrutamos de la más amplia gama que pudiera imaginarse, desde la humilde y perecedera mascarilla quirúrgica hasta las elaboradas por diseñadores y diseñadoras de alto nivel con pretensiones de figurar en los libros de historia de la alta costura.

 Lo cierto y verdad es que la mascarilla, más allá de su finalidad primera que no es otra que la de protegernos unos a otros en la lucha contra el virus, ha adquirido un valor añadido que no es otro que el mostrar buena parte de nuestros gustos y preferencias, algo también de nuestros sentimientos más íntimos y en algunos casos hasta nuestra ideología como si de una inmensa valla publicitaria se tratara. En referencia a  este último aspecto tenemos que agradecer que no tengamos ninguna campaña electoral de por medio porque el espectáculo de la mascarilla de partido sería totalmente impagable.

Bien está lo que bien acaba y allá cada uno con la mascarilla que elija porque lo importante no es lo que queremos mostrar sino lo que pretendemos evitar con su uso por lo que auguro larga vida entre nosotros a esta prenda tan singular aunque el próximo lunes el ministro Illa nos insufle un halo de esperanza cuando cuente la buena nueva sobre los tremendos avances en las vacunas contra el Covid.

Y si el virus nos ha obligado a ponernos la mascarilla también a otros, fundamentalmente responsables políticos de diversa clase y condición, les ha obligado a quitarse la máscara con la que se habían cubierto para disimular sus reiterados intentos de culpar al adversario de todos los males. El ejemplo más claro es el ataque coordinado de la acorazada mediática conservadora, el tridente azul de la ofensiva de las derechas de este país, ABC, El Mundo y La Razón, intentando una vez más hacernos creer que la memoria es cosa de un día y las hemerotecas nunca existieron.

Quienes proclamaron a los cuatro vientos hace dos meses que el control de la pandemia debía pasar a manos de los Gobiernos autonómicos que eran los competentes en materia sanitaria y que Sánchez e Illa debían retirarse del frente, hoy, tan solo 60 días más tarde de ineficacia y descontrol generalizado, claman desde la desesperación para que Sánchez vuelva y aparte de ellos el terrible cáliz de la lucha contra el virus. ¿Qué fue de aquellos valientes presidentes y presidentas autonómicos de la derecha que reclamaban para sí el mando único? La respuesta, como en la canción, está en el aire, y por desgracia es el que respiramos y nos hace enfermar. Ha bastado un rebrote importante de la enfermedad para que a tanto valiente le tiemblen las piernas y sientan el vértigo del abismo que se ha abierto ante ellos. Maldito baile de máscaras.

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