Y los aplausos se tornaron despidos: 8.000 sanitarios menos

Esos héroes y heroínas empezaran a conocer las tribulaciones del desempleo mientras se preguntan si mereció la pena arriesgar sus vidas y las de sus familiares más cercanos

Moreno Bonilla inaugurando el monumento homenaje a los sanitarios poco después de no renovar a 8.000

Hubo un tiempo, hace poco más de año y medio, donde todos vimos amenazadas nuestras vidas por un virus desconocido que se había originado en China y empezaba a recorrer el mundo a una velocidad impensable. El miedo a lo desconocido se apoderó de todos nosotros y nuestras  vidas, de pronto, se volvieron vulnerables ante la terrible probabilidad del contagio. Nos sentíamos vulnerables y empequeñecidos ante un riesgo que nunca habíamos podido imaginar y ante la terrible realidad de la muerte de conocidos y amigos. Aquello que semanas antes veíamos como muy lejano estaba ya entre nosotros.

Los hospitales empezaron a llenarse de personas enfermas que en su mayor parte terminaban en las unidades de cuidados intensivos mientras los profesionales sanitarios se veían desbordados por aquella marea mortal ante la que no contaban ni con los más elementales medios de protección, más allá de su propia vocación de servicio público y el amor por su profesión. Los medios de comunicación empezaban a mostrarnos imágenes alarmantes de pasillos de hospitales repletos de personas con síntomas de la enfermedad y de UCI donde se trabajaba desesperadamente para contener el número de víctimas de la desconocida enfermedad.

A medida que el miedo se apoderaba del conjunto de la sociedad el Gobierno de España junto a los de las Comunidades Autónomas trabajaban contra el reloj para procurar dotar al personal sanitario de los medios de protección más elementales que empezaban a escasear en el mercado mundial por la rápida transmisión del virus. La palabra EPI se incorporó a nuestro vocabulario cotidiano al ver como el personal sanitario hacía frente al virus en muchas ocasiones recurriendo a medios impensables como las bolsas de basura. Eran días difíciles y nunca terminaremos de agradecer el trabajo de nuestro personal sanitario, médicos, enfermeras, auxiliares, celadores, técnicos de emergencias, en fin todos aquellas y aquellos héroes anónimos que empezaban a quedar fijados en nuestras mentes.

Ocurrió que el Gobierno ante el avance imparable del virus decidió el confinamiento de la población en general salvo aquellos que se consideraron trabajadores esenciales, entre ellos y muy especialmente el personal sanitario para el que no había tregua. Empezaron a llegar las primeras bajas por contagio de muchos de quienes estaban en la primera línea de fuego sobre todo en los hospitales. La sociedad en general quiso reconocer ese trabajo de quienes sin la protección adecuada en muchas ocasiones trabajaban día y noche, en ocasiones prolongando turnos, para salvar vidas y cada tarde a las ocho salíamos a nuestras terrazas, balcones y ventanas para aplaudir y dar ánimos a esos nuevos héroes y heroínas.

Pero si hay memorias frágiles ninguna como la de los gobernantes, en Madrid mucho antes de que la ciencia consiguiera poner coto a la pandemia, los héroes y heroínas de Ifema y tantos otros hospitales empezaron a ver peligrar su empleo como soldados supervivientes de una guerra que ayudaron a ganar. Díaz Ayuso marcó el camino que ahora toma el presidente andaluz Juanma Moreno quien hace menos de diez días afirmaba que no habría despidos entre los 20.000 sanitarios que se habían batido el cobre, con riesgo para su propia vida, en esa batalla sin cuartel que se había librado en todos los hospitales andaluces.

Pocos días más tarde  esa promesa en sede parlamentaria a preguntas de la portavoz socialista Ángeles Ferriz ha perdido todo su valor y hoy la auténtica realidad es que los aplausos empiezan a tornarse en despidos como si de veteranos de guerra se tratara. Ocho mil de esos héroes y heroínas empezaran a conocer las tribulaciones del desempleo mientras se preguntan si mereció la pena arriesgar sus vidas y las de sus familiares más cercanos. Una vez apagado el eco de los aplausos el silencio se empezará a apoderar de sus expectativas laborales hasta que un rebrote de la enfermedad, Dios no lo quiera, u otro virus desconocido les vuelva a ofrecer la oportunidad de la heroicidad anónima.

Mientras tanto el presidente andaluz inaugura estatuas al personal sanitario como si de un homenaje al soldado desconocido se tratara mientras su solemne promesa empieza a dormir en el cajón de lo que pudo haber sido y no fue para ocho mil hombres y mujeres a los que la gente normal estaremos eternamente agradecidos, porque como afirmó Churchill: nunca tantos debieron tanto a tan pocos.