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Hubo un tiempo muy efímero, no se sabe a ciencia cierta cuándo, porqué ni cómo, en el que Jesús Candel, un médico hasta entonces desconocido de las urgencias de Granada, protagonizaba uno de los cuentos revolucionarios más fascinantes de la última década. Con un lenguaje cercano y coloquial, look desenfadado, acento granadino y cierta simpatía, aquel doctor puso en jaque las políticas sanitarias del gobierno socialista de Susana Díaz; uséase, sus recortes, su afán privatizador y el desmantelamiento y/o deterioro progresivo de la sanidad pública.

Bajo el alias de Spiriman fue denunciando el declive y las injusticias sistema sanitario, siempre desde dentro, en las diversas manifestaciones públicas que iban surgiendo y en populosos vídeos publicados en Youtube y Facebook, en los que acumulaba cientos de miles de visionados. Aunque es cierto que siempre tuvo detractores —que reprochaban, y con razón, el cariz presuntuoso de las protestas— en primera instancia la mayoría del pueblo granadino (y andaluz) observaba con entusiasmo la cruzada antisistema de un médico que presumía de apartidismo y que, aparentemente, tan solo anhelaba la mejora de la sanidad pública.

Su capacidad de convocatoria se volvió espectacular. A sus llamadas respondían miles de personas, que salieron a la calle en varias localidades andaluzas con fervor, sobre todo en Granada. Su momento de gloria aconteció en Sevilla, en una manifestación histórica en que congregó a 10.000 personas recorriendo sus calles.

Esas movilizaciones costaron más de un puesto y dos en el organigrama sanitario de la Junta. Y ojo, sus reivindicaciones tenían (y tienen) sentido, pedía la ausencia de corrupción, la competencia profesional de directivos sanitarios, supresión de la libre designación de cargos intermediarios, el cese de las privatizaciones y la dimisión de los impulsores de las ‘Fusiones, ajuste y control de las listas de espera” o la equiparación de las prestaciones a toda la población. Razones había (y hay) miles para manifestarse cuando nos referimos a la decadencia de nuestro sistema sanitario.

Pero en un momento del camino, el cuento de hadas del médico revolucionario se torció. Spiriman aceptó el combate cuerpo a cuerpo con el susanismo más perverso. Enloqueció. Hubo cruce de querellas con la misma Susana Díaz y con miembros de su gobierno. También con jueces. Desde su altavoz de Facebook y Youtube se peleó prácticamente con todos los partidos políticos con su verbo violento y con durísimas declaraciones. Disparaba, sin pensar, a discreción. Exasperó al Colegio de Periodistas de Andalucía por sus “inaceptables ataques contra el gremio”, decepcionó a compañeros de profesión, enfrentó a simpatizantes y activistas.

Hizo del insulto una de sus armas más recurrentes y así, fue acumulando condenas judiciales y querellas, una tras otra, incluida una por graves insultos machistas a una empleada del hospital. No salía de un charco cuando entraba en otro. Su desenfrenada actividad en las redes sociales dejó tras de sí declaraciones lamentables en materias como la memoria histórica o los derechos laborales de los trabajadores. Bajo su apartidismo escondía una evidente falta de formación teórica y política, de lectura. Muchos de sus seguidores fueron presa fácil de sus atajos discursivos, algunos sencillamente populistas y tramposos, cuando no nefastos. Cada día más violento, paranoico y egocéntrico —llegó a poner su rostro en un cartel que convocaba una manifestación por la sanidad— el cuento del médico revolucionario se fue diluyendo como un azucarillo en el café.

Poco queda hoy de esa figura romántica que, en una breve alineación de estrellas, fuera Spiriman durante algunos meses. Persiste, eso sí, la megalomanía más grosera, los delirios de grandeza de un doctor, a la vez verdugo y víctima de un sistema que engulle la disidencia para luego aplastarla.

Deja, el perverso cuento de Spiriman, una moraleja tan pertinente como valiosa: ninguna lucha narcisista se impondrá a las luchas colectivas. Sólo estas últimas, fruto del consenso social, persistirán. La sanidad es patrimonio común, nunca debe ser la cruzada particular de nadie, sino el leitmotiv permanente de las clases populares por mantener nuestros derechos básicos, cuidar y mejorar lo que en su día fue un sistema sanitario motivo de orgullo y hoy vemos cómo languidece hasta el desastre. Si queremos mantener nuestra dignidad como pacientes y seres humanos, no debemos delegar la tarea en ningún mesías ególatra: debemos implicarnos desde la resistencia colectiva, tejer redes, contagiar la dignidad.

Eso o aceptar que para esquivar la muerte vamos a tener que pasar por caja.    

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