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 No debimos haber creído que era suficiente con hacerlo todo, con ser el mejor, con prepararse a fondo, con cultivar cuerpo y mente, con atreverse a pensar. 

Acabamos por creerlo pero no era más que una ilusión. Se dice, aunque no se practique para sí, que el engaño no es sino un ejercicio de cobardía, una imposibilidad para aceptar aquello que somos, que pensamos, que queremos. Un método para alcanzar prebendas, para trepar en la escala social, para no enfrentar la crítica, el miedo o la vergüenza. La mentira es una treta, una estrategia que permite, en ocasiones, atajar para alcanzar un botín. Lo sabían bien los griegos que, sumergidos en las tripas del gigantesco jamelgo de madera, se hicieron con la fortificada ciudad de Troya. El engaño ha sido una herramienta histórica fundamental. Desde las intrigas de la corte medieval a la corruptela frecuente en las noticias del telediario más reciente, la falacia y el poder son todo uno.

Un tipo de nombre Stephen Glass trabajaba en los noventa para la revista norteamericana The New Republic. El buen señor fue despedido en 1998 por inventar para sus suculentos reportajes las citas, las fuentes y los casos que narraba. Todo, a excepción de las comas en las enumeraciones, era falso. La historia que precipitó su caída a los infiernos trataba de un supuesto hacker adolescente que había sido contratado por una gran compañía tras haber expuesto las debilidades de su sistema informático. Como varios de los artículos de Glass, esta nueva y definitiva entrega describía los hechos en primera persona y con un ritmo trepidante, más propio del celuloide que del asfalto real. Nos lo mostró Shattered Glass —traducido aquí el juego de palabras que solo tiene sentido en su inglés original por El precio de la verdad—, la película que en 2003 llevó a las pantallas la sonrojante estafa periodística. Una vez más, nos habían timado.

Estuvimos convencidos durante años. Décadas, incluso. Parecíamos muy seguros de que era indiscutible lo que nos transmitían desde las tarimas, los púlpitos, la presidencia de la mesa familiar de los domingos, la televisión… no había otro destino posible. Acabamos por pensar que si nos esforzábamos lo suficiente, si conseguíamos tener las mejores calificaciones, el mejor historial, las mejores prácticas realizadas o el currículum más nutrido —redactado además en las varias lenguas dominadas—, obtendríamos la recompensa. Pero era mentira. La sensación de indefensión que esto genera es solo comparable a la que experimenta el niñito que no encuentra bajo la almohada al despertar un billete tras la noche en la que por fin se ha caído su último diente de leche. El fraude es descorazonador entonces.

El neoyorquino Frank Abagnale suplantó una identidad falsa hasta en ocho ocasiones y canjeó cheques sin fondos por valor de dos millones y medio de dólares —Leonardo DiCaprio encarnó al escurridizo delincuente en el filme Atrápame si puedes en el año 2002; de ahí que nos suene—. Nick Leeson, un operador de bolsa británico, provocó la quiebra de la célebre banca Barings a través de una estafa piramidal que derivó en un agujero de más de 1.400 millones de dólares en la entidad. Son estos apenas dos ejemplos del ascenso meteórico al que puede el embuste llevar al ser humano avispado. ¿Qué pensaría el roedor Pérez de todo esto? ¿Merecían recompensa sus falacias?

La generación dormida ha despertado a golpes. Bajo la joven cabeza durmiente —a la que cada vez le cuesta más conciliar el sueño— el ratón ha rehusado demasiadas veces dejar el botín. No era cierto que bastase con perder el diente. No debimos haber creído que era suficiente con hacerlo todo, con ser el mejor, con prepararse a fondo, con cultivar cuerpo y mente, con atreverse a pensar. El roedor se olvidó de volver. Quizás nuestros dientes dejaron de servirle; quizás, como la poesía, ya no eran un arma cargada de futuro. Tal vez no le sea posible responder con monedas a toda una generación engañada. ¿Y si somos demasiados? ¿Cuándo comenzaron a mentirnos? ¿Por qué se habrán aliado el sistema y los ratones?

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