De 'papas' y 'patatas'

No hace falta ser de fuera para menospreciar un acento. A veces, basta con tener una idea rígida y excluyente

Un trabajador de la cooperativa Virgen del Rocío, en una nave repleta de patatas.
03 de mayo de 2025 a las 13:18h
Actualizado a 04 de mayo de 2025 a las 11:48h

Hace unos días, en una página de Facebook dedicada a mapas y estadísticas, se publicaba una  imagen titulada: “Nombre común para el tubérculo de Solanum tuberosum en las regiones  hispanohablantes”. Aparentemente inocente, el mapa daba pie a lo que parecía un interesante  debate sociolingüístico: ¿decimos “patata” o “papa”? La mayoría de quienes participaban lo hacían  desde el respeto o la simple curiosidad. Otros, sin embargo, no tardaron en convertir lo que podría  haber sido una muestra de la riqueza del idioma en un campo de batalla. 

Uno de los comentarios afirmaba que en toda Andalucía se dice “papa” y que quienes usan “patata”  están renegando de su identidad. No tardé en responder que, en mi experiencia —como jerezana y  andaluza—, lo de “papa” no es tan universal como él afirmaba. Y entonces empezó todo: fui  tachada de “renegada”, “ridícula”, “elitista”, e incluso “menos inteligente” por no hablar como este  usuario consideraba correcto. Su idea de autenticidad pasaba por imponer un modelo único de lo  andaluz, olvidando que Andalucía es precisamente diversidad, riqueza y matices. Esto, más allá de lo anecdótico, me hizo reflexionar. No sobre el tubérculo en cuestión, sino sobre  tres asuntos que me preocupan profundamente: el insulto fácil en redes sociales, la falta de cultura  para debatir sin agredir, y la presión, incluso dentro de nuestra propia comunidad, de hablar y ser de una única manera. 

El insulto como respuesta por defecto 

Las redes sociales han abierto la puerta a la libre expresión, pero también a la falta de filtros. Parece que en cuanto alguien lee una opinión que no coincide con la suya, la respuesta inmediata es el  desprecio. Ya no se discute con argumentos, se ataca directamente a la persona: se la ridiculiza, se le cuestiona su inteligencia o se le niega incluso su identidad. 

Que alguien diga que en su familia se usa “patata” no debería ser motivo de insulto. Y, sin embargo, lo es. Porque hemos llegado a un punto en el que la discrepancia se interpreta como una amenaza.  ¿Dónde quedó el sano debate, la escucha activa, el aceptar que dos cosas pueden ser ciertas a la  vez? 

La cultura del debate (o su ausencia) 

Hemos desaprendido a debatir. En lugar de aportar ideas, buscamos tener razón. En vez de  construir, demolimos. Discutir ya no es intercambiar puntos de vista, sino ver quién grita más  fuerte, quién humilla más, quién cierra la conversación con la frase más hiriente.

A quien responde con serenidad, se le acusa de cursi o de creerse superior. A quien no entra al trapo, de cobarde. Nos falta humildad para decir: “pues mira, en mi zona se dice así, pero qué curioso que  en la tuya se diga de otra manera”. La lengua no es uniforme. Ni siquiera en un mismo pueblo. La pluralidad lingüística andaluza 

Andalucía no es una, sino muchas. Hay quien dice “papa” y quien dice “patata”. Hay quien  pronuncia todas las eses y quien las aspira. Hay quien habla con un acento más marcado y quien  apenas lo deja notar. Y todo eso es Andalucía. Todo eso es válido, es rico, es nuestro. En mi provincia, Cádiz, no se habla igual en la sierra que en la costa, ni en la bahía que en la  campiña. En una misma ciudad puedes encontrar a personas que dicen “papas aliñás” y a otras que  piden “patatas aliñadas”. No hay una forma más auténtica que otra. No hay un andaluz mejor que  otro. Lo que hay es una pluralidad maravillosa que deberíamos celebrar, no utilizar como arma  arrojadiza. 

Llamar “ridículo” a quien dice “patata” es tan absurdo como llamar “inculto” a quien dice “papa”.  Ambas palabras son correctas, ambas tienen historia y ambas conviven sin problemas. De hecho, si  algo nos caracteriza a los andaluces es precisamente la creatividad lingüística, la capacidad para  moldear el idioma, para jugar con él, para hacerlo nuestro. 

El prejuicio interno: la andaluzofobia desde dentro 

Llevamos años denunciando la andaluzofobia que nos llega desde fuera: esa burla constante a  nuestra forma de hablar, esos estereotipos manidos que nos pintan como vagos o graciosillos, esa  falta de respeto a una de las hablas más vivas y ricas del castellano. Pero ¿qué ocurre cuando ese  menosprecio viene desde dentro? 

Cuando un andaluz le dice a otro que no es suficientemente andaluz por hablar distinto, estamos  alimentando el mismo prejuicio. Estamos negando la diversidad interna de nuestra tierra. Estamos  repitiendo, sin darnos cuenta, los mismos patrones que tanto criticamos cuando vienen de Madrid o  de Barcelona. 

No hace falta ser de fuera para menospreciar un acento. A veces, basta con tener una idea rígida y  excluyente de lo que significa ser andaluz. Y esa idea, cuando se impone como única, se convierte  en una forma de violencia cultural. 

Reivindicar sin imponer 

No se trata de renegar de lo andaluz. Al contrario. Se trata de reivindicarlo todo: la “papa” y la  “patata”, el seseo y el ceceo, la zambomba jerezana y la Semana Santa sevillana. Se trata de  entender que nuestra riqueza está en la variedad, en las diferencias, en el mestizaje.

Reivindicar no es imponer. Defender lo propio no es atacar lo ajeno. Y mucho menos cuando lo que  consideramos “ajeno” es tan nuestro como lo que llevamos en la boca desde que nacimos. Un llamamiento al respeto 

Este artículo no pretende ganar ninguna batalla lingüística. No va de tubérculos. Va de respeto. Va  de sentido común. Va de volver a hablar con educación, de saber escuchar, de aceptar que no todo el mundo tiene por qué pensar ni hablar como uno mismo. 

Andalucía, como el resto de España, necesita menos sentencias absolutas y más puentes. Necesita  menos insultos y más diálogo. Necesita, en definitiva, que aprendamos a convivir con nuestras  diferencias sin convertirlas en trincheras. 

Porque si algo nos define como pueblo no es que digamos “papa” o “patata”. Es que, diga lo que  diga cada cual, seguimos siendo la misma tierra abierta, cálida y diversa que siempre ha sido. Y eso  no nos lo puede quitar nadie. Ni siquiera un comentario en Facebook.