Hace unos días, en una página de Facebook dedicada a mapas y estadísticas, se publicaba una imagen titulada: “Nombre común para el tubérculo de Solanum tuberosum en las regiones hispanohablantes”. Aparentemente inocente, el mapa daba pie a lo que parecía un interesante debate sociolingüístico: ¿decimos “patata” o “papa”? La mayoría de quienes participaban lo hacían desde el respeto o la simple curiosidad. Otros, sin embargo, no tardaron en convertir lo que podría haber sido una muestra de la riqueza del idioma en un campo de batalla.
Uno de los comentarios afirmaba que en toda Andalucía se dice “papa” y que quienes usan “patata” están renegando de su identidad. No tardé en responder que, en mi experiencia —como jerezana y andaluza—, lo de “papa” no es tan universal como él afirmaba. Y entonces empezó todo: fui tachada de “renegada”, “ridícula”, “elitista”, e incluso “menos inteligente” por no hablar como este usuario consideraba correcto. Su idea de autenticidad pasaba por imponer un modelo único de lo andaluz, olvidando que Andalucía es precisamente diversidad, riqueza y matices. Esto, más allá de lo anecdótico, me hizo reflexionar. No sobre el tubérculo en cuestión, sino sobre tres asuntos que me preocupan profundamente: el insulto fácil en redes sociales, la falta de cultura para debatir sin agredir, y la presión, incluso dentro de nuestra propia comunidad, de hablar y ser de una única manera.
El insulto como respuesta por defecto
Las redes sociales han abierto la puerta a la libre expresión, pero también a la falta de filtros. Parece que en cuanto alguien lee una opinión que no coincide con la suya, la respuesta inmediata es el desprecio. Ya no se discute con argumentos, se ataca directamente a la persona: se la ridiculiza, se le cuestiona su inteligencia o se le niega incluso su identidad.
Que alguien diga que en su familia se usa “patata” no debería ser motivo de insulto. Y, sin embargo, lo es. Porque hemos llegado a un punto en el que la discrepancia se interpreta como una amenaza. ¿Dónde quedó el sano debate, la escucha activa, el aceptar que dos cosas pueden ser ciertas a la vez?
La cultura del debate (o su ausencia)
Hemos desaprendido a debatir. En lugar de aportar ideas, buscamos tener razón. En vez de construir, demolimos. Discutir ya no es intercambiar puntos de vista, sino ver quién grita más fuerte, quién humilla más, quién cierra la conversación con la frase más hiriente.
A quien responde con serenidad, se le acusa de cursi o de creerse superior. A quien no entra al trapo, de cobarde. Nos falta humildad para decir: “pues mira, en mi zona se dice así, pero qué curioso que en la tuya se diga de otra manera”. La lengua no es uniforme. Ni siquiera en un mismo pueblo. La pluralidad lingüística andaluza
Andalucía no es una, sino muchas. Hay quien dice “papa” y quien dice “patata”. Hay quien pronuncia todas las eses y quien las aspira. Hay quien habla con un acento más marcado y quien apenas lo deja notar. Y todo eso es Andalucía. Todo eso es válido, es rico, es nuestro. En mi provincia, Cádiz, no se habla igual en la sierra que en la costa, ni en la bahía que en la campiña. En una misma ciudad puedes encontrar a personas que dicen “papas aliñás” y a otras que piden “patatas aliñadas”. No hay una forma más auténtica que otra. No hay un andaluz mejor que otro. Lo que hay es una pluralidad maravillosa que deberíamos celebrar, no utilizar como arma arrojadiza.
Llamar “ridículo” a quien dice “patata” es tan absurdo como llamar “inculto” a quien dice “papa”. Ambas palabras son correctas, ambas tienen historia y ambas conviven sin problemas. De hecho, si algo nos caracteriza a los andaluces es precisamente la creatividad lingüística, la capacidad para moldear el idioma, para jugar con él, para hacerlo nuestro.
El prejuicio interno: la andaluzofobia desde dentro
Llevamos años denunciando la andaluzofobia que nos llega desde fuera: esa burla constante a nuestra forma de hablar, esos estereotipos manidos que nos pintan como vagos o graciosillos, esa falta de respeto a una de las hablas más vivas y ricas del castellano. Pero ¿qué ocurre cuando ese menosprecio viene desde dentro?
Cuando un andaluz le dice a otro que no es suficientemente andaluz por hablar distinto, estamos alimentando el mismo prejuicio. Estamos negando la diversidad interna de nuestra tierra. Estamos repitiendo, sin darnos cuenta, los mismos patrones que tanto criticamos cuando vienen de Madrid o de Barcelona.
No hace falta ser de fuera para menospreciar un acento. A veces, basta con tener una idea rígida y excluyente de lo que significa ser andaluz. Y esa idea, cuando se impone como única, se convierte en una forma de violencia cultural.
Reivindicar sin imponer
No se trata de renegar de lo andaluz. Al contrario. Se trata de reivindicarlo todo: la “papa” y la “patata”, el seseo y el ceceo, la zambomba jerezana y la Semana Santa sevillana. Se trata de entender que nuestra riqueza está en la variedad, en las diferencias, en el mestizaje.
Reivindicar no es imponer. Defender lo propio no es atacar lo ajeno. Y mucho menos cuando lo que consideramos “ajeno” es tan nuestro como lo que llevamos en la boca desde que nacimos. Un llamamiento al respeto
Este artículo no pretende ganar ninguna batalla lingüística. No va de tubérculos. Va de respeto. Va de sentido común. Va de volver a hablar con educación, de saber escuchar, de aceptar que no todo el mundo tiene por qué pensar ni hablar como uno mismo.
Andalucía, como el resto de España, necesita menos sentencias absolutas y más puentes. Necesita menos insultos y más diálogo. Necesita, en definitiva, que aprendamos a convivir con nuestras diferencias sin convertirlas en trincheras.
Porque si algo nos define como pueblo no es que digamos “papa” o “patata”. Es que, diga lo que diga cada cual, seguimos siendo la misma tierra abierta, cálida y diversa que siempre ha sido. Y eso no nos lo puede quitar nadie. Ni siquiera un comentario en Facebook.
