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Hay que seguir y ser madre si se quiere, o no serlo, si se prefiere, teniendo claro que el respeto es la prioridad.

Aterrada. Confieso que me congela la sonrisa, la perspectiva de sentir dolor físico. Vivo preocupada y mareada, con tremendo vértigo, por la gran responsabilidad de tener dos hijos pequeños en casa. Aun así, consigo convivir, lo más felizmente que puedo, con estos miedos humanos y lógicos, ante la incertidumbre. Terror justificado. Pero no formo parte del último grito en tendencias estúpidas, como es esa de la que tanto se habla: la de las madres arrepentidas.

Antes de que se convirtiera en la última moda eso del club de las malas madres, o confesar veladamente en un blog que una se arrepiente de tener churumbeles, ya algún desaprensivo me había preguntado que qué había hecho con la niña, o qué hacía allí, cuando acudía a algún sarao cultural, mientras a otros compañeros padres de hijos e hijas, con la misma edad que la mía, allí presentes, y que no se perdían una, nadie les preguntaba, nadie cuestionaba su comportamiento paternal.

Entre mujeres también ocurre. He presenciado, que no participado, el despellejamiento de una madre de varios niños a la que se ponía a caer de un burro por acudir sola, de noche, y con alevosía, a una fiesta. Sí, en pleno siglo XXI. Nada importaba que esa madre de varios de niños fuera esa noche a recoger un premio por su trayectoria, por su currículum apabullante, por su trabajo incansable, por unos méritos más que merecidos. La ridiculez absoluta.

Ante tamaña injusticia, machismo atroz vivido de cerca, conozco a muchas que en sus perfiles sociales, ante el temor de ser condenadas al ostracismo, ya omiten que son madres. Se arrepienten de serlo. No les miento si les digo que han intentado captarme y  que me han dado consejos acerca de la conveniencia de obviar que se tiene familia, o que se espera un bebé, si una es profesionalmente eficaz y talentosa. Ser madre no tiene mérito, cualquiera puede serlo y resta “morbo” a la imagen que se quiere proyectar de femme fatale, ejecutiva agresiva, mujer independiente y válida. Tendría que ser al revés. Digno de admiración. Pero qué va, ser madre es un estorbo para alcanzar cierto nivel de importancia. Ser madre es un soberano coñazo, cuando lo que se tiene que ofrecer es pobre, y la única valía personal es “conservar a toda costa la figura” y conservar el halo de “mujer disponible sin cargas familiares, ni estrías”.

Es cierto que el mecanismo para fabricar bebés es sencillo, accesible, barato y placentero. No hay que aprobar unas oposiciones ni pasar unas pruebas (podría plantearse, pero sería otro debate). Echar críos al mundo es fácil y no tiene importancia. Por eso, para muchas que alimentan la desigualdad con ciertas actitudes, eso de tener hijos es vulgar. No se puede ser mamá, de las de antes, y triunfar en nada. Sin embargo, los papás, sí. Esto sigue cumpliéndose, y si no miren alrededor. Aunque a ellos podría eximírseles la culpa, pues ha llegado un momento en que son los propios complejos (fragilidad femenina impuesta ancestralmente), los que hablan. Y claro, la otra parte contratante se aprovecha de la situación.

Ay, el miedo. Y qué quieren que les diga. En mi opinión, y consiguiendo el equilibrio, con la colaboración de todos (sí, la utopía) y se siguen los pasos adecuados, se llega a la meta, aunque sea más tarde.

Creer en lo que se hace, mostrar eficacia de sobra, contagiar ilusión y tener éxito, con un bebé en la ingrávida barriga, en los brazos o en una sillita. Podemos, podríamos, podremos, ¿no?

Es triste que eso de criar hijos, hacerlo en condiciones y simultanear esta labor, la más importante de la vida (ustedes que me leen, también tuvieron una madre), con la gestión de un entorno, las más de las veces hostil, además de trabajar con excelencia, no sea como obtener cum laude en un postgrado de esos que tanto visten y tan bien quedan en la pared del despacho. No se premia la supervivencia, ni la fortaleza.

Pero la vida se encarga de premiar la valentía, eso sí. Y a las personas auténticas se las reconoce, en algún momento. Esas que no esconden cómo son, y que por el contrario, asumen y aceptan que son el resultado de unas circunstancias, de unas vivencias, con hijos o sin ellos, a pesar de tendencias, preguntas inoportunas, machismos agresivos en algunas compañeras o rivales (sí, hablo en femenino) que se desviven por continuar legitimando roles que ya deberían, a todas luces, estar obsoletos.

El camino es largo, y las ojeras también. Hay que seguir y ser madre si se quiere, o no serlo, si se prefiere, teniendo claro que el respeto es la prioridad. Y tener la libertad de elegir y asumir la responsabilidad conservando la privacidad, la autonomía personal, además de saber mandar a la mismísima mierda (con perdón) a todo el que venga a cuestionar nuestras decisiones y actuaciones.

No arrepentirse, jamás, de la propia vida, es el verdadero mérito.

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