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Aquella mañana fue muy amarga en aquella casa de la calle Mariñiguez. Mi tía abuela Ramona Pérez Román estaba ayudando a su madre, que acababa de dar a luz, cuando llamaron con dos golpes secos a la puerta. No puede decirse que el miedo no la recorrió ni que no presagiara nada malo, el levantamiento militar estaba muy cercano y los falangistas iban por las calles ”haciendo limpieza” y llevándose a la gente con alguna vinculación con las izquierdas. Aterrada, sudando y presa por el pánico abrió despacio, como si quisiera demorar lo inevitable.

Dos hombres de Jerez recios y con la barbilla demasiado alta preguntaban por su padre, uno alto y rubio y otro de mayor rango y edad, comenzaron a acosarla.¿Donde está su padre? Ramona no sabía nada, y era cierto, a sus 19 y con poco tiempo para la política y relegada a un papel secundario en aquella sociedad era consciente de la purga y la búsqueda de sus hermanos y su padre, pero nunca militó en algunos de los partidos con vocación democrática dentro de la Segunda República. ¿Donde está tu padre? Aquellos dos falangistas venían a tiro hecho y ante la negativa de sus respuestas, cada vez se engrandecían más frente a su  figura menuda y frágil.

Ramona, como algunos de los Pérez, mi familia materna, padecía algunos tics faciales, algo reconocible para quien nos conozca en Jerez. Un legado un poco molesto, asumible, pero que en su caso la llevó al peor de los destinos.

“Le he dicho, por última vez, que dónde puede estar su padre”.

La ansiedad en aquella calurosa mañana de verano hizo el resto. Cuando los dos secuaces iban a volverse, para irse y dar por terminado el infame interrogatorio, ella no pudo auto controlarse más y su sistema nervioso la invitó a realizar su tic más socorrido. Gesticuló con la cara, el cuello y los hombros y esto no pasó inadvertido para el grandullón rubio de camisa azulada.

“Mi sargento, se ha burlado de usted. Le ha hecho muecas con la cara”. El superior, según cuentan mis gentes, solo dijo una palabra, un sonido que se clavó en el corazón de aquella generación y de las que hoy recordamos su pasado, solo pronunció: "Cogedla".

Fue violada y fusilada, sin juicio, en la antigua Alcubilla jerezana, pidiendo agua y según una testigo que quiso darle de beber, desangrada por las heridas. Su familia no pudo despedirse pero sí vieron la cara del asesino, un rostro que tuvieron que encontrarse por Jerez paseando impunemente durante la dictadura hasta que murió.

Allí no solo falleció Ramona, allí murió su madre, su padre, sus hermanos y en cierta manera yo también tengo algo muerto dentro de mí. Cuando al entrevistar a mi tía, a mi madre y a mi abuela sobre este suceso para aportar los datos con exactitud, las dos más mayores no paraban de repetirme que no contase esta historia públicamente, que la cosa podía cambiar, que éstos le dan la vuelta a la tortilla si sus intereses, de verdad, se ven atacados, que me iban a llevar por delante...etc, me quede perplejo.

Comprobar cómo el fascismo todavía cala en mis gentes y les lleva a tener miedo, me pone a pensar en que esa es la mayor victoria que un totalitarismo puede tener. Llevar a una persona a la despolitización mediante el terror es la mayor de las atrocidades. Han pasado muchos años, y sin duda los herederos de aquel violador franquista jerezano no tendrán nada que ver con su abuelo. Pero yo sólo les pido o anhelo, si algún día me los encontrara, que sepan ver que sin memoria un pueblo está perdido, que sin pasado y sin revisar su historia sólo somos polvo en el viento y que sus derechos y privilegios, si son hijos de obreros, pasan por la muerte de aquel ángel de luz y de pureza de la calle Mariñiguez.

Solo quiero que la memoria contenga mi ira. Tata Ramona, te queremos y tu memoria seguirá viva.

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