Psique es una de esas palabras maravillosas que nos hacen amar la etimología. En su origen griego aludía a la fuerza vital de un individuo, unida a su cuerpo en vida y desligada de él al morir. El mismo Homero relata en varias de sus obras cómo esta fuerza sale volando (el verbo griego «psycho» significa «soplar») de la boca del que expira y tras abandonar el cuerpo inerte que antes habitaba, lleva una existencia autónoma, como una figura antropomórfica y alada que generalmente iba a parar al Hades (el inframundo griego). Por lo tanto, esta especie de etimológico soplo de vida es lo que comúnmente llamamos hoy 'alma'. No en vano, en la mitología grecolatina, la divinidad Psique era la personificación del alma. 

Hacia el siglo II d.C., Apuleyo inmortalizó la historia de esta deidad en su obra Las Metamorfosis (también conocida como El asno de oro). Afrodita, celosa de la belleza de la princesa Psique, envió a su hijo Eros (Cupido) para que le lanzara una flecha que la haría enamorarse del hombre más horrible que hallara. Sus padres habían abandonado a la doncella en la cima de una montaña ante la desesperación por no haber podido desposarla, pero sin embargo, el joven Eros se enamoró de ella, lanzó la flecha al mar y se llevó a Psique a vivir con él a su palacio. Para evitar la ira de la diosa Afrodita, Eros se presentaba a su amada siempre de noche, en la penumbra, y le prohibió cualquier indagación sobre su identidad. Sin embargo, las hermanas de Psique, envidiosas al ver la felicidad de esta, la convencieron para que descubriera el rostro de su escurridizo amante. Esa misma noche, mientras Eros dormía, la curiosidad de Psique y el deseo de contemplar a su amado eran tales que acercó hasta él una lámpara de aceite y una gota del candente líquido se derramó sobre el cuerpo del hermoso Eros despertándolo de su letargo y haciéndolo encolerizar. Tras mil y un avatares, Psique es desterrada al inframundo y separada de su amor pese a suplicar la condescendencia divina. 

La cima en la que Psique es abandonada a su suerte por sus padres ha venido a mi mente estos días al conocer la historia de un matrimonio polaco que visitó el verano pasado el Cabo do Roca, en Portugal. La pareja decidió colocarse al borde de un acantilado situado a unos 80 metros de altitud y practicar el que ya se ha convertido (y sin sufijo anglosajón -ing) en todo un deporte de riesgo: el archiconocido selfie. Esta práctica —a saber, la autorealización de una fotografía en todo tipo de entornos a cual más inhóspito a poder ser equipados con una sonrisilla picarona, un ojo guiñado o la V de victoria incomprensiblemente ladeada en horizontal y desafiando al entrecejo— se antoja arriesgada especialmente si se combina con la inconsciencia humana más pueril de la que somos capaces. Los amantes en cuestión perdieron el equilibrio en el momento de adoptar la pose del autorretrato y se precipitaron al vacío en presencia de sus hijos, de 6 y 8 años, que nada pudieron hacer por evitar el terrible desenlace. 

Son muchos ya los que han muerto violentamente intentando inmortalizar (valga la paradoja o chiste malo, entendido como lo primero o como lo segundo según sea el ánimo del lector) sus hazañas smartphone  o “palo de selfie” (ese artefacto infame que muy probablemente preconiza el apocalipsis) en mano. Posiblemente, se trate de un exceso de inteligencia trasladada a ese exoesqueleto en que se ha convertido el teléfono móvil y de una infrautilización de la materia gris que traemos de serie y que debe ser lo único que nos queda que no es ya propiedad de Apple. 

Del mismo modo que Psique quiso ver el rostro de Eros y que no podía vivir sin conservar esa imagen en su retina, los «desalmados» contemporáneos no renuncian a inmortalizar la estampa de aquellos lugares que visitan capturándolos con sus objetivos. No en vano, para numerosas tribus indias aún hoy fotografiar a alguien equivale a robar su alma. Si en la creencia clásica, el alma se escapa como un viento fino, como una leve presencia, en el último aliento del ser humano, apresarla mediante una instantánea parece hacer precipitar su cuerpo al vacío. La imagen captura al alma y mata al mensajero, al paparazzi en este caso. En un lejano y literario pasado, Psique y Eros, alma y atracción, espíritu y cuerpo, fusionaron lo místico y lo terrenal dando lugar al deseo y tuvieron una hija llamada Placer. Teníamos que llegar al siglo XXI para comprobar cómo ese placer de apresar un instante furtivo para hacerlo abrazar la inmortalidad puede separar para siempre las almas y los cuerpos. Y así vagamos por el desfiladero, desalmados e incorpóreos, carentes de Apuleyo y errantes de Instagram.

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