Mi grupo de amigos y yo jugando al baloncesto en las pistas deportivas de Icovesa.
Mi grupo de amigos y yo jugando al baloncesto en las pistas deportivas de Icovesa.

Todavía me tiemblan las manos. Fui con cuatro amigos a jugar al baloncesto. Éramos cinco, así que difícil jugar a media cancha un dos contra tres, aunque yo lo creía posible. Empezamos por jugar una “bombilla” —algo parecido a un patatero, pero desde diferentes zonas de la pintura—. El juego era pesado, mis amigos no estaban motivados y lo dejamos a medias. Poco tardaron en preguntarnos si echábamos un partidito. Nosotros éramos cinco, ellos tres. Lo lógico hubiese sido un cuatro contra cuatro, pero mis amigos no querían meterse en el equipo contrario y jugamos con cambios. No me gustó la idea. No lo entendí, pero de ningún modo iba a ponerme con aquellos adolescentes. No me la pasarían nunca, es a lo que me tienen acostumbrada.

Al principio me quedé fuera. No sabía cuándo iba a entrar, el cambio era bastante arbitrario. Pero finalmente conseguí jugar en la cancha en un tres contra tres. No me sentí a gusto y en cuanto tuve la oportunidad, me cambié con uno de mis amigos. A la media hora, llegaron más adolescentes a la cancha. Botines de baloncesto, camisetas con publicidad o de tirantas… Se conocían del barrio. La mayoría eran menores de edad, pero más tarde llegó un latinoamericano que al parecer era otro habitual. Mientras los demás terminaban la pachanga, él se puso a calentar. Era el más alto de todo el grupo, y el más robusto. Cuando dieron por finalizado el partido, decidieron iniciar otro. En este me involucré. Uno de mis amigos se fue y una parte de su grupillo también. Éramos menos y dio la casualidad de que pude jugar con mis amigos.

Todo iba bien hasta que aquel chaval tan alto abrió la boca. “Vale, a las chicas se les permite caminar, hacer dobles y pasos…”. Algunos rieron, a mis amigos se les dibujó una sonrisa en la boca y me buscaron con la mirada esperando a que le dijera: “No empecemos a tocarme el coño”. En cambio, me quedé paralizada. Me lo esperaba, pero también ansiaba que estos comentarios empezaran a dejar de pronunciarse en la cancha. Cuando pude reaccionar, me reí. Le miré, y le espeté: “¿No me vas a defender? Pues entonces las meteré todas por tu lado”. Nadie dijo nada. Quizá en sus cabezas rieron a carcajadas.

Por muy altiva que me mostrara, he de confesar que las piernas me temblaban. Otra vez tengo que demostrar algo, me dije a mí misma. Mientras algunos de mis amigos, que se mueven peor que yo y que encestan menos no tenían que demostrar su valía. Yo sí tenía que hacerlo solo por el hecho de ser mujer. Es algo que me persigue desde pequeña. Aunque de chiquitita ya andaba detrás de un balón con mis primos, en el colegio mis colegas de equipo siempre me decían “deja, deja”. Nunca confiaron en mí. Y yo tenía que hacer alguna buena jugada, una parada o un buen pase, para que al menos me dejaran seguir estando sobre el campo de tierra. Cada día lo mismo, en cada partido lo mismo. Sé que muchas dejaron de darle patadas o de botar un balón por culpa de estas presiones. Sé que muchas preferían quedarse sentadas a jugar por temor a las represalias, a quedar de tonta ante los demás porque tendrán que aguantar miradas, juicios, insultos y lecciones, muchas lecciones.

Hoy, a mis 23 años todavía lo sufro. Y aunque mis amigos justificaran las palabras de ese hombre latinoamericano por su procedencia, por su “cultura desfasada”, aquel no fue el único comentario. La justificación racista no tuvo ningún peso. “Nos tocó la niña papa”, dijo uno cuando encesté la primera. “Has jugado bien para ser una mujer”, me comentó otro de ellos cuando terminamos ganando. Los gestos o las risas a un jugador cuando conseguí robar un balón tampoco hay que olvidarlos. Este tipo de presiones y de dudas minan tu confianza, y te hacen pequeñita. Y desde esa pequeñez estás obligada a volverte fuerte y grande. Una lucha constante que, cuando cuentas a tus compañeros ves que te desenvuelves bien, finalmente, en la cancha, te felicitan y te aplauden. Eso es lo que tienes que hacer, callarle la boca jugando, me comentó uno de mis amigos. A lo que yo repliqué diciéndole que no, que lo que deben de hacer es no juzgarme por ser mujer. Porque, ¿por qué debo demostrar ser igual o mejor que un hombre en el deporte?

Archivado en:

Si has llegado hasta aquí y te gusta nuestro trabajo, apoya lavozdelsur.es, periodismo libre, independiente y en andaluz.

Comentarios

No hay comentarios ¿Te animas?

Lo más leído