Como le cantaron un día a don Hilarión en 'La verbena de la Paloma', hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad.
Como le cantaron un día a don Hilarión en La verbena de la Paloma, hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. Y eso que la mítica zarzuela se estrenó en 1894; pero el caso es que la sentencia no ha perdido validez. Hasta hace bien poco, se creía que los humanos éramos los únicos capaces de planificar el futuro a partir de la experiencia, mientras que el resto de los animales se dedicaba a satisfacer sus necesidades inmediatas sin más. Esta capacidad —supuestamente exclusiva— nos permite recordar, por ejemplo, que debemos incluir el papel higiénico en la lista de la compra si no queremos volver a padecer la barbarie del canutillo pelado, aunque en ese momento contemos aún con un par de rollos por estrenar en el estante. Pues bien, la biblia de lo científico, la revista Science, ha publicado un artículo en el que unos neurobiólogos suecos demuestran que otras especies pueden igualarnos en esto de la visión de futuro. Se trata, ni más ni menos, que de los cuervos.
Resulta que estas aves, previamente entrenadas, son capaces de aprender a intercambiar objetos por alimento y no necesariamente a corto plazo. Cuando los cuervos del experimento asumieron que el intercambio de unas fichas por comida ocurriría al día siguiente, escogieron y almacenaron las piezas tan pronto como se las ofrecieron para hacer uso de ellas pasada toda una jornada. Esperaron el premio gordo y rechazaron una recompensa menor inmediata. Se me ocurren bastantes homo sapiens adolescentes —y más entraditos en canas— que serían incapaces de ir más allá de la satisfacción inminente. Pero los cuervos, tan previsores ellos, sí que pueden.
El cuervo espera, planifica, es capaz de despreciar los riesgos y de aguardar a la carta más alta mientras rechaza turno. Los investigadores suecos lo han corroborado ahora; yo lo descubrí hace veinte años. Hacía mucho calor y era una de esas escasas jornadas de asueto playero infantil. Dieron las cuatro de la tarde de aquel 12 de julio del 97. Era sábado. La playa entera enmudeció justo entonces. Al dar las cuatro. Todos nos hallamos de algún modo compartiendo un pensamiento y los pies llenos de arena. Era la hora señalada para borrar un futuro. El sol brillaba en todo lo alto y, sin embargo, no era posible dejar de imaginar el oscuro, la humedad y los pocos haces de luz colándose por la rendija de un zulo soterrado en la otra punta del país. Nunca como entonces tuve tan claro que la mente podía atisbar con toda nitidez un lugar desconocido y distante. Mientras, el sol seguía brillando. La marea subía. Los cuervos tienen en cuenta la distancia temporal entre la elección de la presa y la recompensa. Son capaces de dilatar el período necesario para obtener un beneficio. Y no se arrepienten.
Miguel Ángel Blanco Garrido falleció a las 5 de la mañana del 13 de julio de 1997. Doce horas antes, le metieron dos tiros en la cabeza en un descampado de Lasarte-Oria, en Guipúzcoa. Dos días antes, lo secuestraron cuando bajaba de un tren y se dirigía al trabajo.
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