Cuántica sin espejismos

Mientras la física experimental avanza a un ritmo vertiginoso, la interpretación filosófica, y, con demasiada frecuencia, pseudofilosófica, se multiplica con igual velocidad pero no con la misma precisión

07 de diciembre de 2025 a las 11:03h
En tiempos de inteligencia artificial no hay que olvidarse de los debates científico filosóficos.
En tiempos de inteligencia artificial no hay que olvidarse de los debates científico filosóficos.

En los momentos actuales de emergencia de la inteligencia artificial y de explosión del big data, estos debates científico filosóficos han dejado de ser discusiones esotéricas o puramente académicas para convertirse en debates sociales y políticos relevantes. Dado el gran reto económico y social que supone la IA, y la burbuja creciente que circula en torno a los algoritmos recursivos, discutir sobre estos asuntos no es una extravagancia teórica, sino una necesidad vital. Al final se comprueba que tanto la ciencia como la filosofía anticipan debates que después serán cotidianos.

En el centenario de la formulación de la mecánica cuántica, el debate público sobre su significado atraviesa una curiosa paradoja. Mientras la física experimental avanza a un ritmo vertiginoso, la interpretación filosófica, y, con demasiada frecuencia, pseudofilosófica, se multiplica con igual velocidad pero no con la misma precisión. Basta asomarse al mercado editorial o a ciertos discursos mediáticos para comprobarlo: la palabra “cuántica” se ha convertido en un talismán conceptual abierto a todo tipo de usos, desde el misticismo de salón hasta teorías de autoayuda. No sorprende que figuras como el mediático cirujano Segarra o divulgadores sin formación rigurosa hayan encontrado en ella un terreno fértil para la inflación de metáforas y la degeneración del pensamiento.

Sin embargo, incluso lejos de esos excesos comerciales, el problema persiste en un nivel más serio, el de las inferencias filosóficas que se extraen de la física cuántica con demasiada ligereza. La lectura de Cuántica 2.0, de Paul Davies, motivó una reflexión que puede ayudar a clarificar este punto. La idea principal consiste en distinguir con nitidez dos planos, por un lado, lo que sabemos con fundamento empírico y formal de la física cuántica, por otro, las inferencias ontológicas que podemos intentar formular a partir de ella aplicando la lógica clásica y, llegado el caso, lógicas no monótonas. Estas últimas, por muy estimulantes que resulten, ya no pertenecen al dominio de la física, sino de la filosofía.

Y si la filosofía pretende hablar con rigor de la cuántica, debe hacerlo con modestia metodológica y con clara conciencia de que sus inferencias, por brillantes que sean, no tienen el mismo estatuto epistémico que los resultados de laboratorio. La mejor filosofía actual debe ser vista como una metaciencia: acompaña, interpreta, condensa, ordena, pero no sustituye ni determina el dato empírico. De hecho, cuando esos excesos interpretativos provienen de filósofos profesionales, resultan aún menos aceptables que cuando provienen de físicos audaces como Davies, capaces de moverse entre categorías lógicas sin perder del todo el pulso de la evidencia. En uno y otro caso, el riesgo es el mismo, confundir especulación ontológica con descripción científica.

Por eso urge aún más delimitar con precisión qué puede afirmarse, qué debe suspenderse y qué no debe afirmarse jamás sin evidencia suficiente. En este marco, propongo una moratoria filosófica, entendida no como renuncia, sino como método. Esta moratoria no exige a los físicos que abandonen sus laboratorios materiales ni a los filósofos que cierren sus laboratorios mentales. Tampoco demanda un regreso a Platón o Descartes mientras los investigadores siguen registrando secuencias electromagnéticas. Lo que exige es algo más sutil, un acompañamiento atento, silencioso y prudente del tránsito coevolutivo entre la física y la metafísica, especialmente en un dominio conceptual tan elemental que produce inevitables sensaciones de pánico y vértigo.

¿En qué consistiría esta moratoria? En evitar que los científicos salten prematuramente de la matemática a la ontología, y que los filósofos pretendan extraer ciencia de meros fundamentos metafísicos. Ejemplos de estos excesos sobran. Uno de ellos es la interpretación de la existencia de multiuniversos, convertida en dogma por defensores entusiastas que hablan de universos paralelos como si fueran consecuencia obligada de la ecuación de Schrödinger. Otro ejemplo es la idea de que la conciencia del observador crea la realidad, un error conceptual clásico que confunde al observador cuántico, un sistema físico cualquiera que interactúa con otro, con un sujeto humano dotado de intencionalidad. Ningún experimento cuántico ha requerido jamás postular la conciencia como agente causal.

Un tercer caso es el del entrelazamiento cuántico, interpretado en ocasiones como “ubicuidad”, “acción a distancia” o incluso como un tipo de comunicación instantánea. Nada de eso es correcto. El entrelazamiento describe correlaciones no clásicas entre sistemas, no propiedades mágicas ni violaciones de la relatividad. Elevar estas correlaciones a tesis metafísicas globales o utilizarlas como metáforas para justificar fenómenos esotéricos no es ciencia, es puro exceso interpretativo.

Pero incluso reconociendo estos riesgos, no debemos caer en el error opuesto, renunciar al uso de la analogía, la metáfora o la homología. La filosofía y la ciencia siempre han avanzado gracias a estas herramientas. Los físicos usan metáforas filosóficas sin advertirlo, desde hablar de “información” cuántica hasta describir el vacío como un “mar de fluctuaciones”, y los filósofos recurren a analogías científicas para iluminar problemas que exceden el dato. El problema no es el uso, sino el abuso, olvidar que una metáfora no es una evidencia ni una analogía un argumento concluyente.

En este contexto cobra sentido, siempre de modo analógico, no literal, aquella célebre idea de Haeckel según la cual “la ontogenia recapitula la filogenia”. En biología la idea no es exactamente correcta, en epistemología, paradójicamente, se vuelve iluminadora. El pensamiento contemporáneo parece recapitular ciertos estadios previos de la historia conceptual mientras asimila los desafíos que impone la física cuántica. Las categorías heredadas, materia, causalidad, localización, objeto, estado, se reconfiguran al ritmo que la investigación avanza. Pretender fijarlas dogmáticamente es desconocer esta dinámica evolutiva.

Surge entonces la pregunta inevitable, ¿una moratoria hasta cuándo? La respuesta es sencilla, hasta siempre. La moratoria, entendida como episteme, no es una pausa temporal sino un criterio de mínimo riesgo ontológico, elegir el “mínimo común preferible”, lo menos malo entre las interpretaciones posibles. En este caso, significa preferir solo aquellas inferencias filosóficas que no contradigan la física conocida y que puedan sostener un compromiso ontológico realista sin anticiparse al desarrollo empírico. Si algo debe descartarse, que sean las inferencias incompatibles, no por estética conceptual sino por precaución epistémica.

A medida que física y metafísica se acompañen en este camino, surgirá gradualmente una epistemología de la lógica cuántica y una ontología realista ajustada a sus inferencias legítimas. Ninguna de ellas existe todavía de forma acabada. Ambas están en construcción. Y precisamente por eso necesitamos una moratoria, para no confundir proyección con descripción, hipótesis con evidencia, deseo ontológico con estructura matemática.

La física cuántica no es un oráculo metafísico ni una caja negra de milagros. Es una teoría extraordinariamente eficaz que nos obliga a pensar de nuevo. Pero pensar de nuevo no significa pensar sin límites. Un siglo después de su nacimiento, la verdadera tarea no es producir nuevas visiones “cuánticas” del mundo, sino aprender a pensar con la cuántica, con sus restricciones y sus aperturas, sin convertirla en un espejo deformante de nuestras intuiciones o temores.

La filosofía puede y debe acompañar este proceso. Pero debe hacerlo con disciplina, humildad y lucidez. Ese es, en definitiva, el sentido profundo de la moratoria, pensar sin adelantarse a lo pensable, esperar sin renunciar a la interpretación, dejar que física y metafísica coevolucionen sin que ninguna pretenda dominar a la otra. Solo así podremos aspirar, algún día, a una ontología cuántica madura y compatible con la ciencia que la inspira.

“La física cuántica necesita una ontología clara. Sin ella, no es una teoría del mundo”. Tim Maudlin

Lo más leído