Crónicas de la reducción del riesgo

Un perro en una imagen de archivo.

No soy un anuncio en el que se ofrezca la cabeza por mi captura. Tampoco soy un anuncio de recompensa.

La vida es una estratagema. Una cuestión a buen recaudo. El paradigma de nuestra raza. Por eso hay quienes se refieren a una “vida de perros” ¿quizás porque envidian nuestra presunta libertad y bien llevanza de las horas? Pues quiero deciros que se equivocan notablemente quienes piensan que llevar una vida de perros es una cuestión unívoca.

Para empezar. No soy un anuncio en el que se ofrezca la cabeza por mi captura. Tampoco soy un anuncio de recompensa. Por mí no se piden millones de dólares puesto que no he cometido ningún delito al respeto. Soy más buena que el pan. Atenta y dichosa con el prójimo. Una buena tipa. De buen corazón. Con el hocico dispuesto a levantar la moral de cualquier necesitado, pero no por compasión o desdicha o afán evangelizador, sino porque me sale de aquí dentro. Al carajo las formalidades, porque no sirven de mucho más que para dar gato por liebre.

Por si no saben lo que es dar gato por liebre, se refiere a engañar nomás. Amañar acuerdos. Decir una cosa y practicar la opuesta. Disfrazar los comportamientos y las apreturas cuando no es época de Carnaval. Decir que tienes siete principios fundamentales en la teoría de tu comportamiento y pasártelos por la entrepierna cuando actúas.

Pero a quién engaña jamás le pondrán en un cártel así de grandote, con el hocico puntiagudo y los ojos con cara de decir qué, cuándo, cómo, dónde y con quién. Eso está reservado a los mismos ladrones, pero para dar la sensación de impunidad. Ellos aparecen en plan cachondo, con la sonrisa digna de un anuncio de Colgate –perdón por la publicidad, pero no trabajo para ellos-, y de paso, si amerita, atusándose el bigote o situando en primer plano el dedo gordo y los restos inclinados hacia el puño proclamando el mensaje del “todo va bien” o “somos la hostia” o “estamos reduciendo las vulnerabilidades y la pobreza a la vez que fortalecemos las capacidades del gobierno, la sociedad civil, los cubos de basura, los empaques de balanceado para perros y gatos, las vacunas contra la rabia, el derecho a un buen pedigrí y un porvenir resiliente” o “trabajamos para salvar vidas, repartir bolsitas blancas con raciones de urgencia en caso de inundación intempestiva y aluvión de agua por parte del río a su paso por el malecón de turno”.

Aparecen proclamando uno de esos mensajes y casi todas las mujeres, hombres, niños y niñas, guayabas, ocas, mellocos, papas de toda clase, capulíes, ponchos, polleras, escarpines, abuelos, abuelas, zapatones, barandas y adobes se lo creen a pies juntillas. Se creen que los tipos de los anuncios, de la imagen a pie de artículo, de la reseña editorial o del breve extracto son los héroes del país que nos salvan del descontento y de las calamidades naturales. Simplemente les basta con aparecer en los medios o atribuirse la gloria del trabajo ajeno. Eso se les da de maravilla. Aparecer como por arte de magia y decir que hacen esto, lo otro y lo demás. Pero a mí me entra por una oreja y me sale por otra porque me sé de memoria cómo son y qué les importa. Por algo desarrollé un olfato a prueba de perdigones. Huelo los embustes y el juego del gato y el ratón de lejos.

Tengo un olfato a prueba de casi todo. El otro día me pusieron un calcetín anónimo, en un taller de lucha contra la corrupción. Di la campanada. No se lo pierdan. Me llevaron atadica y de forma educada, me postré ante los pies del facilitador. Un hombre que es algo así como el encantador de perros del que tanto hablan en las televisiones, pero en plan más serio. Un tipo bajito, morenote y bien plantado, que sabía de lo que hablaba. De cuestiones como capacitar a comunidades y actores locales en la reducción del riesgo de ser hipócrita así como en el establecimiento de protocolos mingitorios para los miembros caninos de las unidades familiares que viven retiradas del mundanal ruido allá en las riberas de los ríos que se desbordan y en comunidades a las que solo se llega mediante una lancha con motor fueraborda que lo le llamo el moscardón acuático por eso de lo bullanguero de sus cilindros, lo cual, traducido al castellano ordinario y entendible por animales de todo postín significa, en pocas palabras: cómo ser honesto y mear y cagar donde se debe; y no mearse donde a uno le da la gana y echar la mierda a los demás, ademas de ver siempre la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

El caso es que el facilitador me dijo que oliera el calcetín, el cual había sido sustraído del lugar más peligroso y corrupto que puedan imaginar, y que además estaba dotado de un olor que en sí mismo constituía una amenaza tanto mayor que el despertar de un volcán, el deslave de una ladera o la alteración del equilibrio de la tierra mediante la ejecución de un sismo en el que hasta mis cuatro patas van cada una para un lado diferente del eje sinclinal del sentido del equilibrio –es decir, la gravedad a tomar por culo o terremoto para los más gentiles con el lenguaje-. Pues olí el calcetín y la misión constituía en sí misma un simulacro.

El objetivo tratábase de localizar el foco de la amenaza siguiendo el olor y otros parámetros que me fueron dictados.  Un calcetín traído de los confines de la corrupción. Procedente de las más míseras cavernas de la incompetencia. Emanador de un perfume característico, contra el que la selva circundante estaba a punto de rebelarse debido al hedor que desprendía. Una tempestad de hilos surgida de Dios sabe qué templo consagrado a la falta de escrúpulos. La metáfora de la desgracia. Un trozo de tela negro, en forma de media luna sobre el que ni siquiera las moscas se atrevían a navegar por el riesgo de perecer contaminadas y sobre el que yo, sin más preámbulos, puse mi hocico inquisidor, dotado de un poderoso instinto para la detección del foco de la amenaza y fuertemente capacitado para ello en cuanto a la normativa internacional de desastres naturales, conciliación de cuentas, prestación de servicios en régimen de dependencia, elaboraciones de líneas de base y seguridad en el terreno.

Ahí se me cerraron los ojos y no capté más que la necesidad subliminal de detectar la trayectoria y procedencia de tan infame amenaza. Empecé a correr despavorida, con la celeridad propia de un cartero que pareciera que viene a anunciar la llegada del diablo blanco a caballo y con armadura de los tiempos de Colón. Alcancé la vía y adelanté a todos los carros, luciérnagas, guantas, panteras, elefantes y ramas que osaron entremeterse en la carrera. Ascendí laderas. Me estacioné brevemente para meterme entre pecho y espalda un buen maduro con queso en una localidad que se llama como otra que queda cercana a donde deambula el Joaquín Sabina, algo así como Baeza cerca de Úbeda.

Corrí de nuevo y sentí el calor de unas aguas y el frío tenaz de los páramos. Luego el relieve descendió y note que mis piernas aprovechaban la inercia del descenso por un valle. La silueta de un volcán. Una secuencia de poblaciones con hormigón. Un túnel oscuro. Una capital de tamaño notable. Ladridos por los cuatro puntos cardinales. Un parque. Una parada de tranvía con ruedas y con nombre de libertador. Escaleras. Un ascensor estropeado. Un edificio de muchas plantas. Un despacho. Mi dentadura se abrió. Detecté la fuente de la amenaza. Cerré las mandíbulas sobre uno de los miembros donde usualmente se hace uso de los calcetines. Tiré fuertemente. Bajé las escaleras como pude. Regresé por el mismo lugar. Apareció el vallé. Ascendí lo descendido. Olí unas termas. Los Andes. Frío contundente. Otro plato con maduro en Baeza. Más árboles. Olor a selva. Una carretera recién asfaltada. Las cavernas de Jumandi.

Volví a la estancia del taller. Una ausencia de prácticamente una hora. El tiempo récord. Había corrido como nunca. Traía asido en mi boca al foco de la amenaza de la que habían sustraído el calcetín para el ejercicio del simulacro. Abrí los ojos. Había traído el pie de alguien y con él todo el cuerpo del mismísimo presidente del organismo internacional que me había contratado y otorgado la medalla al mérito por ser la primera en mi promoción de lucha contra las amenazas antrópicas.

 

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