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Aquí me siento yo. Aquí y no en ningún otro lado. Con el frío tan boyante del Moncayo. Con el espíritu puesto en no sé cuántas veredas y caminos inciertos.

Aquí me siento yo. Aquí y no en ningún otro lado. Con el frío tan boyante del Moncayo. Con el espíritu puesto en no sé cuántas veredas y caminos inciertos. Aquí me sentaba con la mano apoyada en el candil, mientras el viento, tan aterrador y solitario, dejaba en la superficie del camino una nube grisácea e invisible. La nube de la muerte o la sombra de ciertas flores del mal que Baudelaire ha puesto de moda. 

Sé que los caminos del destino son inciertos. Que los sepulcros son también pasto del olvido y que no hacía falta más de una desamortización para que el claustro por donde paseo, todo, sin puntos ni comas, cayera en el más absoluto reino de las zarzas, de la maleza sin rima, de nuestra oscuridad más perpetua.

También sé que, a pesar de que me siento y espero al correo que viene de Madrid, mis días, aquí y allá, allá y aquí, son como el calambre de un músculo que se empeña en no dejarte caminar temprano. Sé que es así. Sé que repetir el tiempo, o repetir la sombra, o caminar con las botas embarradas... ya no son sinónimo de crepúsculo, sino de Dios sabe qué. Solo lo sabe ese espíritu callado de cuya morada ignoramos hasta el más leve suspiro y, si con cierta ignorancia nos ahorramos la incertidumbre de llegar a saberlo, tanto más prefiero la curiosidad, esta eterna llama del silencio que se empeña en iluminar las más lejanas asperezas del alma. 

No sé cuánto tardará en venir el correo. Tengo las cartas. Esas cartas cuya pesadez aploman la bolsa. Las esperan en Madrid. Esas que escribo por la noche desde mi celda. Pensando en las ánimas. En la virtud de la poesía. En las estancias de Noviercas. En este crudo invierno que hace que el monasterio navegue hacia el olvido. Nunca conocí tanta soledad. Ni tantos regios caminos abiertos por la lluvia. 

Lo que sí conocí son las leyendas. La fantasmagórica historia de estos cerros. El trayecto que se abre a mis espaldas, al otro lado del monasterio. Esto sí que lo conocí. Como la palma de mi mano. Como la rima asonante de todos mis versos. Itinerario de las madrugadas en las que se descose el alba. Sin la presencia de mujer alguna salvo las que pueblan mi obligada cabellera desordenada. Caminar y hablar conmigo mismo. Con el alma que luego dirán tan vieja pero que a resultas es mi mejor y más constante amiga. Subir por la cerradura de los almendros que están soñando con su flor. Alimentar la muerte de los antepasados. Proseguir a pie, moderadamente, hasta que la altura del primer cerro ejerce de divisoria entre el monasterio y la lejana silueta de Trasmoz, el viejo pueblo de los sueños medievales, el que obtiene de su castillo la prebenda de que fue construido en una sola noche producto del diablo.

Aquí estoy sentado. Unas veces recordando. Otras maldiciendo lo lejos que queda Madrid, o la mala salud de mi hermano Valeriano. Heme aquí. Henos aquí. Lejos de la bulliciosa capital donde dirigir un periódico o escribir zarzuelas sin valor alguno es uno de los pocos destinos que posibilita el alma. Por eso aquí, Valeriano pinta y yo escribo. Y ambos recordamos, maldecimos y amamos. Amamos lo que nos queda de vida. Amamos la que ya hemos tenido. Amamos la velocidad aplastante de la memoria. Hasta que venga el correo. El correo de Madrid. El trepidante ritmo de las ruedas y el balancín del carruaje. Y qué si no viene. Si no viene volveré a mi celda. A echar la partida de naipes e irnos con toda la tropa de hijos y sobrinos a orillas del cauce del río Huecha, a ver si los álamos siguen temblando ateridos de frío. Y cuando no, siempre me quedará la belleza de Tarazona, con su mediana judería, con sus escuetas almenas perdidas allá en lo alto de la torre del Reloj, con sus mujeres paseándose en la brevedad del sol invernal, con sus aguadores en sus burras, con la azada del hortelano que no tiene nada que hacer bajo el estupor de la nieve.

Y así recuerdo. Recuerdo. Pinto. Escribo. Solivianto. Pienso en la mujer que posa junta a una bandera, mientras el horizonte azul le barre hacia el infinito, como si tal mujer me recordara a la Agustina de Aragón que precipitó la huida del ejército francés durante el asedio de Zaragoza. Qué tiempos aquellos. De los que no hace tanto. De los que apenas era un niño para que mi padre, también pintor, me lo recordara como algo muy reciente, extremadamente reciente. Qué tiempos son los que no existen. Qué tiempos detendrá el propio tiempo, que de momento detiene éste en que me hallo. Sentado. Protegido del frío hasta los tímpanos. El cabello indomable me cubre la vista. Arroja deficiencias contra mis ojos. El destino es frágil. Quién sabe. Así recuerdo. Espero el correo. Las cartas de mi celda. Aquellas en las que me refiero a Veruela. Allí donde nació otro yo.

 

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