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La visita del presidente de Irán, Hasán Rohaní, a Italia ha abierto de nuevo el debate sobre lo que se debe considerar como cortesía de anfitrión y lo que no.

Me refiero a la petición expresa del gobierno iraní de que se taparan las diversas obras de arte que muestran cuerpos desnudos, ya que ese tipo de expresión artística atenta al buen gusto y la cultura árabe. Lo sorprendente de la cuestión no es la petición formal de los persas, sino la complacencia y genuflexión con la que el gobierno italiano ha accedido a las peticiones de sus invitados.

Dan ganas de acercarse al mercado de abastos y preguntar a cuánto está el kilo de dignidad occidental por estos lares, porque lo que es en Italia, se ve que cuesta más bien poco.

Porque más allá de guardar las buenas formas, de ser educado, comprensivo, solícito y todo lo que ustedes quieran, una vez pasado por el aro de la cultura iraní, queda preguntarse dónde queda el límite.

Quiero decir… ¿cuál será la próxima petición? ¿Taparán las iglesias de Santa María la Mayor, San Clemente o Santa María en Trastevere? ¿Qué tal si fabricamos una lona de varios kilómetros a la redonda y, ya puestos, tapamos el Vaticano, no se nos vayan a ofender? ¿Tan importantes son las inversiones iraníes y los petrodólares de los jeques saudíes, como para ocultar símbolos de nuestra cultura, de nuestro propio orgullo?

Pienso que hubiese sido más sencillo para todos decirles: “Miren… para evitar precisamente que ustedes se sientan ofendidos, vamos a evitar pasar por todo rincón romano en el que no existan desnudos ni expresiones cristianas. Es decir… nos reuniremos en la cafetería del Aeropuerto Leonardo Da Vinci y no nos moveremos de allí en varios días”.

Traten de imaginar una visita italiana a Teherán. ¿Creen que las mujeres iraníes se quitarán el pañuelo para descubrir sus cabezas al paso de la comitiva europea? ¿Creen que en los almuerzos y cenas dignatarias se servirá cerveza? ¿Lambrusco? ¿Chianti, acaso?

El problema, a veces, es que confundimos los términos de la cortesía anfitriona en aras de un buen pellizco económico (que nadie duda que en Italia hace mucha falta). Pero renunciar a tus señas de identidad y a tus principios culturales ancestrales y fundamentales supone abrir la puerta al desprecio y la falta de respeto del foráneo. Si no somos capaces de respetarnos a nosotros mismos… ¿acaso ellos se sentirán obligados a hacerlo?

Triste es este mundo occidental, decadente, pedigüeño y vendido al dinero, que ya confunde ser cortés… con ser cortesano.

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