Una joven ayudando a una anciana a colocarse el abrigo. FOTO: MANU GARCÍA.
Una joven ayudando a una anciana a colocarse el abrigo. FOTO: MANU GARCÍA.

Feliz año nuevo, abuela. Este año, el deseo es más fuerte que nunca a tenor del ambiente de desesperanza y miedo que percibo en la gente de mi entorno (la de otro entorno seguro que está feliz y crecida. Cara y cruz).

No me creo eso que proclama el pensamiento positivo de que por decir cien veces al día que somos felices los astros se van a confabular con nosotros para traernos solo dicha —aunque supongo que decir continuamente que somos desgraciados es campo abonado para que por nuestro filtro mental solo se cuelen los acontecimientos negativos desestimando las cosas buenas que, conviviendo con las malas, también nos suceden—. Cuando deseo feliz año, estoy deseando un año de vida consciente y saludable; un año en el que compartir tiempo con los nuestros, en lugar de consumir alocadamente vida, sea una prioridad y la solidaridad, un mandato; un año en el que el diálogo se imponga sobre el ruido y el griterío que ensordece nuestra vida; un año, en fin, en el que nos demos la oportunidad de convivir en paz y de defender nuestros derechos con asertividad, pero sin violencia. No nos lo van a poner fácil, abuela, ya te aviso. A los poderosos les interesa que los medios exploten la vena tremendista de la información. No hay nada más paralizante que el miedo. La gente asustada, o la apática que ya no cree en nada, es mucho más manipulable que la que transita por la vida con una razonable seguridad y considerando las dificultades como retos más que como obstáculos insalvables. Como dice Chomsky: "La idea es tratar de controlar a todos para instalar a la sociedad dentro de un sistema perfecto […] Un sistema en el que un electorado desinformado tome decisiones irracionales a menudo en contra de sus propios intereses". Lo ha ‘clavao’, abuela.

Ya me lo recomendó mi médica: "Ni se te ocurra comer viendo el telediario. Eso es veneno para tu estómago". Mujer sabia. Imposible que tanta desdicha no impacte sobre las muchas o pocas células espejo de mi cerebro. Contemplando ese despliegue de noticias más propias de ‘El Caso’, cualquiera pudiera pensar que vamos camino de la extinción (yo, a veces, lo pienso, no te creas, pero, por fortuna, se me pasa). Y no es que vayamos muy encaminados hacia el progreso —especialmente si pertenecemos a la clase trabajadora, somos mujeres, inmigrantes o colectivos LGTBI, que para nosotros pintan bastos con este panorama político—, pero la historia es así. Avanzamos a empujones y retrocedemos a embestidas. Así de necios somos. Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio, que decía Serrat. Y precisamente porque no tiene remedio, y para no hacerme mala sangre, he dejado de creer en la humanidad.

En su lugar, me he hecho devota de la gente buena. Esa que se levanta cada día y hace cosas, grandes o pequeñas, que salvan al mundo. A pesar de sus miedos o, precisamente, contra ellos, de sus dificultades, a costa de su comodidad, por ideales, conciencia o justicia. Gente que pone el foco en lo bueno en lugar de regodearse en lo malo. Gente como el ilustrador Mauro Gatti, que, harto del aluvión de malas noticias y catástrofes, puso su arte al servicio de una información más optimista y humana y, así, ilustró lo bueno que pasó en 2018. O como ese taxista algecireño que, mientras algunos políticos mercadean en Andalucía con la vida de las mujeres a cambio de sillones, ha puesto en marcha una iniciativa consistente en colgar un lazo morado en la antena de su taxi para que las mujeres que se sientan en peligro sepan que ese es un lugar seguro —loable alternativa a la publicidad de clubs nocturnos que muchos de sus compañeros exhiben—. O como lo que cada día hacen las personas que trabajan en la asociación Proyecto Mujer Gades de las Hermanas Oblatas, y tantas organizaciones como esta, ayudando a las mujeres a salir de las redes de prostitución y de trata de personas. O como esos científicos que han desarrollado una enzima que se alimenta de plástico y que puede ser la esperanza para combatir uno de los más devastadores problemas de contaminación de nuestros océanos. O esas activistas de derechos humanos de Arabia Saudí, que han sufrido arrestos y cárcel en muchos casos, que han conseguido, al fin, que las mujeres puedan conducir en ese país. No voy a seguir porque desbordaría el espacio que, amablemente, me conceden en este medio. 

Lo que sí voy a hacer es seguir por esta senda, abuela. En este año, me propongo fijarme más en lo bueno, siquiera para no caer en la desesperación y el descreimiento que tan buenos resultados les da a los que manejan los hilos del mundo. Porque, como ya te dije, no creo en la humanidad, pero soy muy, muy fan de la gente buena. Y hay que darle publicidad a lo que hace esa gente. Por salud mental, para engrasar el mecanismo de la esperanza y porque sin ella este mundo se habría extinguido hace mucho tiempo. Y, sin embargo, aquí seguimos entre empujones y embestidas, un paso adelante y otro paso atrás, pero seguimos…

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