Disturbios en Holanda contra el toque de queda, en una imagen reciente.
Disturbios en Holanda contra el toque de queda, en una imagen reciente.

 

Hace unos días, leí la noticia sobre las manifestaciones contra el toque de queda en Holanda y Dinamarca que acabaron en violentos enfrentamientos entre la policía y los manifestantes. Pensar que las protestas de los formales y disciplinados holandeses y daneses acabaron en batalla campal me sorprendió. Ver a los seguidores de QAnon montados en sus camionetas, rifles en mano, protestando contra las escasísimas medidas tomadas en los EEUU o a los negacionistas patrios coreando “libertad, libertad” o “ante normas injustas, lo justo es desobedecer” por las calles de Madrid (y muchos de ellos sin mascarillas), encaja más en mis esquemas, pero ¿los holandeses y los daneses?

Escenas como estas reabren el viejo debate sobre qué debe primar, la libertad individual o el bien común. Interesante debate, tanto como difícil de resolver en una sociedad que nos ha vendido que tenemos derecho a disfrutar de absolutamente todo, que el cielo es el límite y que tú no tienes derecho a no alcanzarlo (otra cosa son las oportunidades que esa misma sociedad ofrece, pero ese es un tema para charlar largo y tendido).

En un país como España, que vivió cuarenta años de dictadura, sabemos lo que significa carecer de libertad, pero, a mi juicio, una cosa es la supresión de esta por la imposición caprichosa y violenta de determinados grupos de poder y otra, bien distinta, su limitación temporal en aras de evitar contagios, muertes y el colapso del sistema sanitario.

Las personas adultas somos libres de causarnos daño a nosotras mismas, pero, ¿tenemos el mismo derecho sobre los demás? Estoy convencida de que no. Con demasiada frecuencia exigimos libertad, pero nos olvidamos de los deberes y obligaciones que su ejercicio conlleva. ¿Dónde termina el derecho de alguien a salir sin mascarilla, a saltarse el confinamiento o  a organizar fiestas multitudinarias y comienza mi derecho a no ser infectado a causa de estas acciones imprudentes por un virus que me puede mandar al otro barrio?

Abuela, siempre recordaré lo que me dijiste un día que la vecina del primero vino a quejarse porque yo tenía la música puesta a todo volumen: «Si poner la música tan alta, molesta a la vecina, lo siento, pero tienes que bajarla. Ella tiene derecho a estar tranquila en su casa». ¿Por qué?, te pregunté yo. «Porque no vivimos solas y tenemos la obligación de ponernos en el pellejo de los demás». Yo creo que ahí radica la asunción con más agrado de estas limitaciones que a todos, en mayor o menor medida, nos molestan: en ponernos en el lugar del otro. Quienes en medio de una pandemia que ha matado a más de dos millones de personas en el mundo defienden la libertad por encima del bien común, además de ocultar razones espurias —no nos engañemos, el individualismo que exige la devolución de esa libertad supuestamente robada beneficia, fundamentalmente, al poderoso económica o socialmente—, sigue sin entender lo dependientes y vulnerables que nos ha hecho esta pandemia. No hace falta ser una eminencia para entenderlo solo hay que tener un poco de sentido común y de empatía.

Como decía Fernando Savater en su libro Ética para Amador, la libertad no es conseguir todo lo que uno quiere, sino, más bien, la voluntad de elegir dentro de lo posible. Y lo posible en este tiempo oscuro de muerte, miedo e incertidumbre pasa por ser compasivos y empáticos, por cuidarnos, por cooperar y no exponernos ni exponer a otros gratuitamente porque, parafraseando a Tom Joad en Las uvas de la ira: “Todos debemos ser parte de una gran alma colectiva. O al menos así me parece”

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