Estamos en lo mejor de lo peor.
Estamos en lo mejor de lo peor.

Hace unos días recibí un regalo: la novela Años lentos de Aramburu envuelta en papel de regalo de Las Libreras, una librería gaditana que, desgraciadamente, cerró hace más año y medio. Desde antes, este libro esperaba llegar a su destino en casa de Juan, un hombre al que no conocí personalmente. Fue su viuda Ana, una amiga de esas que la vida te pone en tu camino a una edad en la que ya no es fácil hacer amigas del alma, la que me lo hizo llegar. Y me estremeció pensar cómo seguimos presentes aún después de muertos, cómo nos recuerdan los que nos amaron y gracias a ello, no nos morimos del todo, cómo nuestras acciones nos trascienden: comprar un libro, envolverlo, esperar a entregarlo, no poder hacerlo porque la muerte te juega una mala pasada… 

No conocí personalmente a Juan y lo siento en el alma, habríamos podido hablar de literatura hasta hartarnos: era un lector compulsivo, un buen crítico literario con la experiencia que da cientos de libros leídos a lo largo de sus más de siete décadas vividas, un hombre de izquierdas y, según me cuenta su viuda, un admirador de mi obra que esperaba la siguiente con avidez. Consciente de su buen criterio literario, le envié mi última novela La ecuación de Dirac en la esperanza de que fuera uno de mis lectores beta. Pero entre que su patología empeoró y que no le gustaba leer en el ordenador —no hay nada como el papel de los libros, pasar las páginas, olerlas, sentirlas…—, no llegó a leerla. 

Esta novela de Aramburu que hoy reposa en mi mesa de noche es uno de los mejores regalos que he recibido últimamente, no sé si por las circunstancias que la rodean, porque esperó pacientemente casi dos años a llegar a mis manos (años lentos, el título le viene al pelo a lo acontecido) o porque es el regalo póstumo de un hombre bueno. He empezado a leerla hoy: “Yo, señor Aramburu, por las razones que usted conoce, siendo niño pasé nueve años con unos parientes de San Sebastián…” y, no se lo van a creer, pero tengo la sensación de que no estoy leyéndola sola, de que Juan me contempla desde algún lugar al que nos vamos cuando partimos. Llámenme ilusa, pero hoy más que nunca quiero creerme las palabras de Rosa Montero de su Historia del Rey Transparente: «No nos iremos muy lejos. Estaremos en las sombras que se deshacen cuando las miras de frente; en la inesperada brisa fría que, en verano, acaricia tu espalda sudorosa; en el poderoso zumbido de la vida que se escucha dentro del silencio de nuestras cabezas, en lo más profundo de lo que somos. Y regresamos, y seremos millones».

En esta tarde de agosto en la que el calor aprieta, el regalo póstumo de Juan me ha hecho pensar en la inevitabilidad de la muerte y en lo poco preparados que estamos para afrontar lo único cierto que sabemos que nos ocurrirá en la vida. Esta sociedad ignora la muerte y desprecia la vejez; y así nos va, enrolados en una alocada carrera, por parecer siempre jóvenes, por mostrar nuestra mejor cara en los miles de selfis que pueblan las redes sociales (¡a cuántos patéticos intentos de ocultar la edad asistimos por parte famosos y no famosos cada día!), por olvidarnos de nuestra mortalidad y perder el tiempo como si fuéramos eternos. Pero nos vamos a morir y, antes, si tenemos suerte, envejeceremos, se nos descolgarán los pellejos, nos arrugaremos, nuestras facultades físicas y mentales se ralentizarán, nos dolerán articulaciones que ni sabíamos que teníamos, nos fallarán órganos que antes funcionaban como un Longines…

Sí, ya sé, están pensando que la ola de calor está empezando a freírme las neuronas y a ponerme depresiva, ¿verdad? Pues no, todo lo contrario. El recuerdo de Juan, ese lector que apreciaba mi obra y al que no conocí, me ha infundido confianza en la vida y en sus infinitas posibilidades. Mientras estamos vivos, podemos hacer de nosotros lo que soñamos, amar hasta poner al corazón al límite, alcanzar las metas que nos proponemos —y las que no, olvidarlas sin mayores traumas—, luchar para dejar este mundo un poquito más hermoso de como lo encontramos, “hacer planes para el tiempo que nos queda, ya sea un día, un mes o varios años con la esperanza de poder realizar proyectos que no habíamos podido acometer en los años juveniles” como dice Rita Levi Montalcini en su obra ‘El as en la manga’ que os recomiendo.  

“Vivir solo vale la pena para vivir” cantaba Serrat. ¡Y qué razón tiene, abuela! Como dice mi querido amigo Pepe: “Disfruta porque estamos en lo mejor de lo peor” (somos más o menos de la misma quinta). Con esa idea, la de disfrutar de lo bueno y sobreponerme lo antes posible a lo malo, encaro mis recién cumplidos cincuenta y siete años y la lectura del libro Años lentos que mi amiga Ana quiso que llegara a mis manos en un tórrido mes de agosto. Sé que Juan y yo lo disfrutaremos juntos. Y ustedes, queridos y queridas lectoras, disfruten de la vida, del verano, incluso de los intentos de Feijóo de formar gobierno y de la desbandada de miembros de Vox (de esto, de lo que más), porque solo tenemos este instante en el que aún estamos vivos. 

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