Personal de Dependencia ayudando a una mujer.
Personal de Dependencia ayudando a una mujer. Sanitas

Querida abuela, el lunes pasado se conmemoró el Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez, una llamada de atención que, visto lo sucedido en las residencias geriátricas, deberíamos tomarnos muy en serio.

Nuestra sociedad tolera mal la vejez; solo venera los valores asociados a la belleza, la juventud y la inmediatez. Lo viejo se ha convertido en sinónimo de inútil, desagradable o estorbo, obviando lo que de sabiduría, experiencia y serenidad comporta esta edad. Urge esconder la vejez, pero no siempre ha sido así.

En la prehistoria, las personas que alcanzaban una edad elevada eran  consideradas casi sobrenaturales. En Grecia y en Roma, los ancianos gozaban de privilegios por ser sabios y virtuosos, consideración que se olvidó durante la Edad Media y, especialmente, en el Renacimiento cuando se revalorizó la juventud y la belleza como ideal de perfección. Conforme la esperanza de vida fue creciendo en los siglos posteriores, la vejez se fue tolerando mejor hasta llegar a finales del siglo XIX en el que se puso en cuestión la asociación de vejez y enfermedad, lo que dio origen a la Geriatría y la Gerontología.

Hoy día hay culturas que veneran a sus ancianos, como la japonesa que celebra el Keirō No Hi (Día del Respeto a los Ancianos) y otras que obligan a cuidarlos, como en China, o por lo menos a visitarlos, como en Francia, país en el que se legisló sobre esta obligación tras demostrarse la alta tasa de suicidios entre las personas mayores relacionados con el abandono familiar.

En España, con un estado del bienestar bastante limitado, hasta hace tres o cuatro décadas, los ancianos solían vivir con su familia. Yo crecí en una familia extensa, rodeada de personas mayores cuya opinión era reclamada y respetada. Pero las formas de vida cambiaron. Las mujeres, que antes eran las cuidadoras por excelencia —lamentablemente, ahora siguen siéndolo, aunque un poco menos—, se incorporaron al mercado de trabajo, la esperanza de vida se incrementó, las pensiones subieron y las residencias de ancianos empezaron a verse como una opción bastante aceptable. Los medios de comunicación se plagaron de anuncios de geriátricos maravillosos que prometían el paraíso en la tierra para pasar los últimos años de vida. Todo perfecto. Todo ideal. Vamos, que daban ganas de envejecer rápido para irse a una de ellas. Hasta que la Covid19 dejó al desnudo la realidad. Una realidad que arroja la escalofriante cifra de 19.500 personas muertas por el virus, o con síntomas similares, en residencias. Por comunidades, las de Madrid, con el 68,8% de los casos, y Cataluña, con el 73,65%, se llevan la palma, seguidas de Castilla León y Castilla La Mancha.

Viendo estas cifras, y las condiciones de abandono que los trabajadores y trabajadoras de muchas de estas residencias denunciaron durante la pandemia, es inevitable preguntarse dónde estábamos ingresando a nuestros ancianos. La respuesta es clara: en instituciones privadas (el 59% de las plazas) o concertadas (el 30%) gestionadas por grupos empresariales, fundamentalmente franceses, o por fondos buitre que facturan unos 4.500 millones de euros anuales —de los cuales una buena parte salen del dinero público— y que dependen, antes y durante el estado de alarma, de las comunidades autónomas.

Una dependencia que no ha evitado que en muchas de ellas se haya vivido un horror difícilmente justificable: sin personal suficiente, sin medidas de protección (el primer mes trabajaron envueltos en plásticos), sin posibilidad de seguir las instrucciones de separar a los residentes infectados de los sanos; sin medicalizar, teniendo que esperar en algunos casos hasta treinta horas para que retirasen los cadáveres, sin respuesta a la llamada de socorro que cursaron a la administración pública, como se desprende de las actas que levantó la Policía Local en algunos centros de Madrid... Y, por si esto fuera poco, en comunidades como la madrileña, denegándoles las peticiones de traslado a los hospitales siguiendo las instrucciones del consejero de Sanidad, instrucciones que el responsable de Políticas Sociales del mismo gobierno denunció ante Amnistía Internacional porque condenaba a los ancianos a morir en unas ‘condicione indignas’, condiciones que no eran de aplicación a los que tenían seguros privados. Poderoso caballero es don dinero.

Pensar que nuestros ancianos han muerto solos, asfixiados y excluidos del sistema sanitario es una brutalidad que no debería quedar impune y nos debería hacer reflexionar hacia dónde vamos como sociedad. Convertir la vejez en un negocio, condenar a los ancianos al abandono y a la muerte desasistida con la complicidad de las administraciones públicas es una inmoralidad. Y nos lo deberíamos hacer mirar como sociedad. Si no lo hacemos por justicia, hagámoslo por puro egoísmo: somos el país más envejecido del mundo, solo por detrás de Japón. ¿Cuántos de ustedes, apreciados lectores y lectoras tienen padres, madres, abuelos? ¿Cuántos de ustedes estarán en el grupo de personas ancianas, según definición de la OMS, en las próximas dos décadas? Yo lo estaré, así que el tema me toca muy de cerca. De las lecciones que aprendamos de esta pandemia dependerá la dignidad o indignidad en la que muchos viviremos cuando nos llegue la vejez.  ¿Es o no es para tomárselo en serio?

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