Uno de los retratos de la exposición fotográfica.
Uno de los retratos de la exposición fotográfica.

Hace unas semanas vi la exposición Las Caras del Tiempo de Ricardo Marín, una magnífica colección de retratos de destacados protagonistas de la vida cultural y política, nacional e internacional, de las últimas décadas como Adolfo Suarez, José Bergamín, Rafael Alberti, Ana María Matute, José Manuel Caballero Bonald, Eduardo Mendoza, Paco de Lucía, Felipe González, José Luis L. Aranguren o Dolores Ibárruri. 

Una frase de Muñoz Molina sobre la exposición, me conmovió: "Qué joven era todo el mundo en los años setenta, en los ochenta. Hasta los viejos parecían contagiados de aquella juventud general o, al menos, no excluidos de ella, no replegados en la misantropía, en el resentimiento de participar de aquel vigor extendido y festivo, en aquella propensión al aturdimiento y a la expectativa". 

Yo era una niña cuando se produjo la transición. En mi casa no se hablaba de política —el miedo que dejó en mi familia la represión franquista aún se escondía tras las puertas, habitaba en el fondo de los armarios y tapaba las bocas. Así de larga y espesa seguía siendo su sombra—. No tengo muchos recuerdos de esa época, más allá de escuchar a Jarcha cantando Libertad, libertad y de ver las calles empapeladas de carteles de unos señores, entonces eran casi todos señores, que yo no conocía y que invitaban a votar. 

En cambio, los ochenta, esa bendita década en la que nos emborrachamos de libertad después de haber vivido en una brutal ‘ley seca’ durante cuarenta años, los viví con la conciencia de estar asistiendo a algo extraordinario. Nunca olvidaré cómo lloraba mi madre ese veintiocho de octubre del ochenta y dos, cuando el socialismo ganó por primera vez en nuestro país: "¡Ay, si el abuelo lo viera!", repetía una y otra vez. No puedo evitar emocionarme al recordarlo. 

Y desde que las fotografías de Ricardo Marín me devolvieran a ese tiempo en el que todo estaba por hacer, una pregunta sobrevuela mis días: ¿Por qué será que ya no me siento joven? Seguramente, porque no lo soy. Pero tal vez, también, porque siento que los ideales que nos insuflaron ilusión, empuje y vida durante esos años se han convertido en piezas museísticas, en extravagancias de gente que vivió otro tiempo, en polvo que pisotea de nuevo el fascismo que emerge en Europa, la xenofobia, el patrioterismo, y la otra cara de la moneda, el nacionalismo excluyente... 

Tantos años después, percibo que hemos dejado de escucharnos, de debatir, de ceder en aras de la concordia.  Pocos buscan el término medio en el que quepa la mayoría. El centro político se escora cada vez más a la derecha consciente de que mucha gente está muy descontenta con la socialdemocracia y está dispuesta a abrazar opciones extremas —algo lógico si pensamos que, durante décadas, esta solo se ha dedicado a corregir o matizar el neoliberalismo radical impuesto por las contrarrevoluciones de Thatcher, Reagan o Berlusconi, en lugar de reemplazarlo por un modelo económico donde las necesidades humanas estén por encima de las del mercado. 

¡Ay, abuela! No sé si será porque escribo esto en domingo, y los domingos siempre me han provocado cierta melancolía, pero hoy pienso que, a lo peor, el espíritu de la transición fue solo el espejismo de una mente colectiva dispuesta a creer a toda costa en los sueños —y en el caso de la izquierda, dispuesta a sacrificar más en aras de la concordia—. Hoy, con tanto quita y pon de lazos amarillos, tanta foto de Franco rulando por redes, tanto xenófobo asustándonos con que los inmigrantes nos vienen a quitar el trabajo, pero jaleando a los extranjeros que juegan en los equipos de fútbol, tanto odio rulando por redes sociales, tantas tesis doctorales y másteres más falsos que los pendientes de la Contenta —por cierto, abuela, ¿quién era la Contenta?—, desearía tener una máquina del tiempo y volver a esos ochenta en los que, como dice Muñoz Molina, hasta los viejos se contagiaron de las expectativas de la juventud.

Reflexiones de vieja; me estoy dando cuenta al releerlo, pero es que el tiempo, el implacable, el que pasó no da tregua. Y las fotos de Ricardo Marín, tampoco.

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