Desescalada en Sevilla, en días pasados. FOTO: JOSÉ LUIS TIRADO (www.joseluistirado.es)
Desescalada en Sevilla, en días pasados. FOTO: JOSÉ LUIS TIRADO (www.joseluistirado.es)

Hasta hace unas semanas me preguntaba cómo sería la nueva normalidad, aunque es más correcto hablar de la nueva realidad. Ya voy teniendo ciertas nociones: igual que la anterior en lo relativo a la ineficacia de las administraciones; con una ciudadanía acojonada, excepto bastantes jóvenes que se creen de acero inoxidable, y con la más que probable caída del PIB cercana al 13% que provocará una crisis económica que puede dejar en pañales a la del 2008 que propició el empobrecimiento de amplias capas de la sociedad y un importante recorte del estado del bienestar.

Y cuando todavía coleaban los efectos de esa crisis, viene un virus con corona (últimamente, las coronas, las corinas y los eméritos se me atragantan mucho, muchísimo…) y deja al descubierto nuestras carencias económicas y productivas, nuestras flaquezas sociales y la incapacidad, cuando no la felonía, de una clase política que no merecemos (¿o a lo mejor, sí?).

Como el emperador del cuento, nuestro país andaba en pelotas y no lo sabía. Y lo peor es que el traje que tendríamos que confeccionar a medida de las lecciones aprendidas ni está ni se le espera. Habiendo tenido cuatro meses para prepararnos para una más que probable segunda oleada de la pandemia, la imprevisión y la falta de coordinación de las administraciones es palmaria: el sistema de rastreo para neutralizar el contagio comunitario no funciona porque no hay personal suficiente: apenas si se han contratado a 3.500 de los 8.000 rastreadores que se necesitarían —Cataluña y Madrid, epicentros de la pandemia, son las que menos rastreadores tienen y en esta última, se han dado patadas en el culo para despedir a los sanitarios contratados en cuanto comenzó a doblegarse la curva—. No se ha dotado de recursos adicionales a la sanidad, ya de por sí deteriorada antes de esta crisis sanitaria; no se han tomado medidas para evitar el contagio entre amplios colectivos de trabajadores que viven en condiciones infrahumanas, hacinados, sin derechos…

Ojalá funcione pronto la vacuna que el equipo de Oxford, liderado por Sarah Gilbert, está probando, pero mientras no llega, nuestras administraciones tienen la obligación hacer bien los deberes, y hacerlos bien. No se puede apelar, únicamente, a la responsabilidad individual. Esta es imprescindible —casos como los de una parte de la afición del Cádiz, la descerebrada, celebrando la victoria como si no pasara nada, o el de los jóvenes en Magaluf, Muria o Córdoba, petando los locales de ocio nocturnos porque "ellos tienen derecho a pasárselo bien", son inadmisibles—, pero no puede sustituir a la responsabilidad de las administraciones para hacer su trabajo: habilitación de procedimientos adecuados en el rastreo de contagios, contratación de personal sanitario suficiente, realización de campañas de información, especialmente dirigidas a la juventud, puesta en marcha de actuaciones inspectoras que sancionen los comportamientos inadecuados, coordinación efectiva entre administraciones…

Visto lo visto, parece que todo era más fácil cuando se le podía echar la culpa al gobierno central en exclusiva. Así encajaba mejor el chiste del infierno español en el que no funcionaba nada. Ahora hay un infierno andaluz, madrileño, catalán, vasco, extremeño… Nos están complicando el chiste, abuela. Y la vida.

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