Antonio Bernal. Miembro de Attac Jerez.
En el PSOE y en el PP ya se habla en voz alta de un posible “gran pacto”. No puede ser casualidad que el mismo día, tercero de campaña de las europeas, aparezcan por la mañana un titular en La Vanguardia entrecomillando una frase de Miguel Arias (“No descarto una gran coalición PP-PSOE, si el interés general lo exige en un futuro”) y por la noche una entrevista con Felipe González en El Objetivo, de La Sexta, que a pregunta de Ana Pastor sobre su posición ante este asunto suelta un “Si el país lo necesita, lo deben hacer”, y se remite como argumento de autoridad a los precedentes alemanes de gran coalición, remontándose hasta los tiempos de Willy Brandt.
Más pistas las hay. Hace sólo unos días, un artículo en El País de Rosa Conde, la que fuese ministra portavoz en gobiernos de Felipe González entre 1988 y 1993, reclamando el consenso que España necesita, ahora como durante la Transición, y la necesaria contribución de los intelectuales a tan noble empeño. Hace solo unas semanas, el orfeón atronante que puso música de fondo a los funerales de Suárez, cantando a coro su más excelsa virtud: la de haber sabido tejer los grandes acuerdos que sacaron al país de las tinieblas de la dictadura.
Por supuesto, en la cúpula del PSOE se han apresurado a poner las cosas en su sitio. El “gran pacto” ni está ni se le espera. Les ha faltado añadir unos puntos suspensivos y dos palabras… de momento. Ahora lo que toca es marcar distancias y ganar posiciones negociadoras. Quizás incluso revertirlas parcialmente, si algunos de los más prometedores sondeos con que opera el aparato socialista de campaña se confirman.
¿Y acaso es malo eso?, se preguntarán algunos. ¿Acaso este mismo articulista aficionado, firmante de este artículo de aficionado, no hablaba hace bien poco de cómo con la Transición aprendimos las izquierdas a ver la política también como un territorio de acuerdos?
Pues depende. Depende del para qué del gran pacto. El problema es que los antecedentes más inmediatos de grandes acuerdos entre conservadores y socialdemócratas más bien asustan. En España, la reforma constitucional tramitada con agosticidad y alevosía en verano de 2011, gracias a la cual nuestra carta magna ordena a todos los poderes públicos considerar como máxima prioridad de gasto el pago a la deuda financiera (a los bancos), por encima de la educación, la salud, las pensiones o las prestaciones a la dependencia. En Alemania, modelo a imitar según Felipe González, la socialdemocracia ha logrado implantar una cosa que no existía, el salario mínimo interprofesional, a cambio de mantener incólume la dirección, tan favorable hoy al “interés general” alemán, que la Merkel le imprime a la política europea.
¿Y aquí, seguirán preguntándose esos algunos, no podría ensayarse algo parecido para salvaguardar nuestro “interés general”, según invocación de Miguel Arias, “si el país lo necesita”, según proclamación de Felipe González? ¿Acaso no se nos está yendo todo al garete, porque los políticos, que siempre van a lo suyo, no saben ponerse de acuerdo en torno al interés de todos?
Pues sigan haciéndose preguntas, antes de que los políticos aprendan a ponerse de acuerdo y no les dejen pensar posibles respuestas. Porque en España y en Europa lo que los grandes partidos pueden entender por “interés general” bien podría ser sólo mantener las cosas más o menos como están: las instituciones europeas firmes, porque cada vez tienen menos credibilidad y a medio plazo podrían estar en peligro; la integridad territorial de la nación, que también está cuestionada por aventuras independentistas que no llevan a ninguna parte; el papel histórico de los partidos como depositarios únicos del poder institucional, que unos cuantos excéntricos pretenden limitar a golpe de iniciativas ciudadanas y campañitas en Internet.
¿Y qué hay del modelo social y económico? Se nos dirá que reforzarlo, porque también está en peligro, por la única vía posible para que no se desplome: la de la competitividad exterior. Europa no puede crecer si sigue perdiendo terreno como principal potencia exportadora mundial. Y sólo podemos aspirar a seguir vendiendo coches y frigoríficos (a ser posible alemanes) a costa de prescindir de lo prescindible. Cosas tan antieconómicas como el empleo estable y de calidad (¿para qué se necesita en un país cálido y hospitalario como el nuestro, convertido en una gigantesca terraza de verano?). Gastos tan superfluos como las pensiones públicas, la sanidad universal o la educación gratuita, que requieren impuestos y cotizaciones sociales, que distraen recursos productivos, que inhiben la inversión e impiden levantar el vuelo a nuestros grandes emprendedores.
Si acaso, pongamos algunas línea rojas, se dirán en el PSOE, como han hecho nuestros colegas del SPD alemán. Tratemos de negociar un pacto aceptable para nuestras bases electorales: gente mayor, que llega a fin de mes, que ya tiene su pensioncita más o menos asegurada. Total, la mayoría de los que ahora son jóvenes, y de los que ya son treintañeros y hasta casi cuarentañeros, ni votan, ni votarán en la vida, porque no van a tener tiempo mientras buscan y cuando encuentren, si tienen suerte, los tres o cuatro trabajos (precarios, por horas, día sí, día ni se sabe), que van a tener que simultanear para subsistir.
Lo importante es conjurar el riesgo de colapso del sistema político por ingobernabilidad. ¿Qué suena dramático, apocalíptico? ¿Acaso no lo intuyen las encuestas? ¿Acaso no están bajando en picado los grandes y creciendo, pero no lo suficiente, los pequeños? ¿Cuánto tiempo puede durar esta dinámica? De momento, se dirán, nos salva la abstención Pero… ¿y si un día la gente deja de abstenerse y se rebelan no solo los pocos que lo hacen en la calle, sino los muchos que pueden hacerlo en las urnas?


