Personas paseando por el centro de Jerez.
Personas paseando por el centro de Jerez. Candela Núñez

Mientras preparo un nuevo tema para mi grupo de Bachillerato, en la calle, comienza a caer la tarde. Estoy trabajando sobre la denuncia social y el fotoperiodismo, sobre mi mesa descansa una taza de café y en mis cascos suena una melodía instrumental, imprescindible para no perder el finísimo hilo que enlaza mis ideas.

Ya he redactado la parte teórica y ando recopilando buenas imágenes que ilustren mis palabras. Poco a poco, el documento Word se va engrosando con fotos de Robert Capa, Benjamin Jhonson, Weegee, Donald McCullin, Dorotea Lange, Tony Vaccaro, Nick Ut, Eddie Adams, Kevin Carter… Ante mis ojos se extienden, como un catálogo del horror, las peores atrocidades humanas. El colofón lo sella La muerte de Aylan, fotografiada por la periodista turca Nilüfer Demir. Una instantánea tomada en 2015. Prácticamente ayer.

Una vez finalizado el montaje de las imágenes, reviso el documento. Todo sigue en su sitio. Los soldados confederados muertos en la Guerra de Secesión. Los niños harapientos de la Gran Depresión. Aquel ciudadano anónimo asesinado por la mafia en Nueva York. El miliciano abatido en la Guerra Civil. Los alumnos segregados en su clase de matemáticas para niños de color. Los cadáveres de la II Guerra Mundial. La niña vietnamita en llamas. El comunista ejecutado en Saigón. El hombre ante los tanques de Tiananmen. El oscuro buitre y la niña famélica de Sudán. Y el pobre Aylan, con su rostro inocente y diminuto, clavado para siempre en la orilla de una playa.

Asqueado, dejo el ordenador, me quito los cascos y salgo a la terraza para tomar un poco de aire antes de seguir trabajando. La calle es una fiesta. Las terrazas de los bares siguen rebosando gente y los niños de la urbanización juegan a la pelota o discuten, a voz en grito, sobre tal o cual videojuego.

Un sólo pensamiento asalta mi cabeza: Ojalá nunca tengan que sufrir los horrores de una guerra. Pero luego, observo la escena más detenidamente. Los niños que juegan a la pelota llevan las mascarillas colgando por debajo de la boca. Los adolescentes que gritan ni siquiera las llevan, porque, al parecer, están comiendo pipas. Los clientes de los bares no las llevan, porque están consumiendo. Un hombre que pasea a su perro lleva el rostro descubierto, porque va fumando. Una pareja que pasa corriendo tampoco la lleva porque, supuestamente, están haciendo deporte.

Y todos se abrazan, se saludan, brindan, aplauden, cantan, fuman y escupen bajo el sol moribundo de la tarde. Como si todo lo sufrido sólo hubiera sido un mal sueño. Como si se sintiesen inmunes a todo mal. Como si un halo de divinidad los protegiese. Mientras las salas de los hospitales y las necrológicas de los diarios se siguen llenando, día tras día, hasta rebosar, como mi triste galería fotográfica.

Movido por la curiosidad, vuelvo al ordenador y busco el número de muertes confirmadas hasta la fecha. 2.397.080 fallecidos por coronavirus, marca el contador mundial en este instante. Mañana serán más. Un número que al parecer no interesa mirar, al menos hasta que el virus toca nuestra puerta. Entonces, cuando la parca llega a reclamar lo que es suyo, echamos la culpa a los políticos, a la Navidad, al verano, a los médicos, a los profesores, a Fulano, a Mengano o al Espíritu Santo.

Con tristeza, caigo en la cuenta de que esa guerra en la que nos ha tocado luchar, y que algunos ya creen ganada, no es sólo contra un virus. Es una guerra contra nosotros mismos. Una guerra de responsabilidad, de conciencia social, de sentido común… Un conflicto para el que la gran mayoría de la población ha demostrado, de sobra, no estar preparada. Al menos mientras sigamos empeñados en mirar hacia otro lado. En hacer alarde de ese peligroso y estúpido complejo de inmortalidad que nos define.

Quizás dentro de 30 años, a quien le toque estudiar este presente gris como pasado, mire con horror las fotografías de nuestro tiempo. Las marcas de las máscaras en los rostros de los sanitarios. La mirada del adolescente que perdió a sus abuelos por salir con los amigos un fin de semana. El grito de unos padres enterrando a sus hijos. Los ojos hundidos de un anciano condenado a morir en soledad en una fría cama de hospital…

En nuestras manos está que nadie reconozca nuestros rostros en esas fotos.

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