Como 'Terminator'

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Un momento de un partido de la Selección esta Eurocopa.
Un momento de un partido de la Selección esta Eurocopa.

No es la primera vez que siento que no me interesa nada lo que trae loco a medio mundo. Me está pasando ahora con la Eurocopa. Resulta que veo los balcones con banderas, la gente yéndose antes a casa para ver los partidos y escucho la euforia de los vecinos con cada gol y no siento nada. Pero nada de nada. Creo que mis palabras se entenderían mejor si las motivara un desarraigo justificado, si no me sintiera española o si perteneciera a los CDR. Pero no es así. No es que sienta que este país no es el mío —aunque muchas veces no lo reconozca— ni que me incomoden en exceso las banderas ni que aborrezca ese sentimiento de pertenencia nacional. La explicación es mucho más vulgar y más mundana: simplemente, no me interesa. Sin objeciones ideológicas, ni motivos de alto rango intelectual, ni siquiera porque sienta que el pan y circo del fútbol es el opio que mantiene dormida a esta sociedad. No es eso. No lo es porque el fútbol me gusta y tampoco lo es porque, aunque le quitemos el balompié, a esta sociedad no hay quien la despierte. Simplemente, no me interesa.

Nunca he comprendido por qué la selección nacional es capaz de movilizar a un país entero. Debe de ser por lo de nacional. Consigue que entre propios y ajenos se desate la locura y los hace sentirse importantes por lo que hagan otros. Esto de revestir de entusiasmo cada gesto y de identificarse con los logros de unos cuantos no es exclusivo del deporte pero sí encuentra en él una de sus máximas expresiones. Y así avanzan estos días de calor y relajación pandémica, con el ritual frecuente de pedir comida a domicilio y ver partido tras partido en nuestras pantallas de plasma. Con menos comensales de lo deseado, eso sí. Y mientras los vemos —o no los vemos— soñamos con el verano que se nos avecina, con guardar las mascarillas de una puñetera vez y con remojarnos los pies en la orilla sintiendo cómo la brisa del mar se adentra en nuestras fosas nasales sin tejido de por medio. Y ese es para mí el gran triunfo, la única victoria que tengo en mente, la única que me interesa.

Si hace dos semanas hablábamos del poder de lo intrascendente en los tiempos que corren, hay que reconocer que la selección de fútbol está bastantes escalones por encima. Porque nunca han hecho falta pandemias mundiales, ni confinamientos domiciliarios, ni más de ochenta mil muertos para que la roja fuera patrimonio de todos, orgullo de tantos y prioridad para muchos. No en vano, los partidos de la selección nacional son considerados por la normativa audiovisual contenidos de interés general. Un interés público y un interés del público que a mí siguen sin decirme nada. Sobre todo en estos tiempos de bonanza, en los que se ganan títulos y se compite a gran nivel, me gustaría sentirme como todos ellos. Por el momento no puedo evitar emular al Terminator cuando, con toda la emoción de la que es capaz una máquina, le confiesa a John Connor aquello de “ahora sé por qué lloráis, pero es algo que yo nunca podré hacer”. Pues eso me pasa a mí con este tema, que ni me toca ni me conmueve. Pido perdón de antemano al graderío patrio. Sencillamente, no me interesa.

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