Durante años pensé que la figura del Grinch era una exageración amable, un personaje pensado para que los niños aprendieran una moraleja sencilla: no seas gruñón, no odies la Navidad, acepta el ruido y el colorido como parte inevitable de la felicidad colectiva. Con el tiempo he comprendido que quizá no lo entendimos bien. O, al menos, que no lo escuchamos con la atención suficiente.
El Grinch quería robar la Navidad, pero no por maldad. La quería robar porque odiaba el estruendo, la acumulación sin sentido, la obligación de participar en una alegría estandarizada. Odiaba el ruido, el consumo, la superficialidad de Villaquién. Y en eso —confieso— empiezo a reconocerme peligrosamente.
Cada diciembre se activa una maquinaria invisible que no admite fisuras: hay que comprar, hay que acudir, hay que reunirse, hay que demostrar entusiasmo. Como si la alegría fuera un deber cívico y no una emoción íntima. Como si el silencio fuese una anomalía. Como si estar sola fuera, en sí mismo, un fracaso que requiere explicación.
Este año, una vez más, he decidido quedarme en casa. En mi casa de la campiña de Jerez, donde el invierno entra despacio y la noche no tiene prisa. Mi marido trabaja en Noruega y le toca pasar estas fechas fuera un año sí y otro no. Cuando está, voy a casa de mi madre, porque a él le hace feliz.
Pero cuando no está, elijo quedarme. Con mis perros. Con la chimenea. Con mis historias. Y no es una elección que pase desapercibida.
—¿Cómo te vas a quedar sola?
La frase se repite con una mezcla de alarma y compasión. Como si la soledad fuera un estado patológico. Como si el silencio necesitara ser curado. Como si una mujer sola, por definición, estuviera incompleta.
Quizá haber vivido tantos años en el centro me ha vuelto especialmente sensible al ruido. A las compras forzadas. A los villancicos incesantes de la calle Larga que sufre mi amigo Juan, condenado a la imposibilidad de hacer vida normal durante semanas. No lo critico. Es lo que toca cuando se vive en determinados lugares, igual que en El Bosque la Feria debe de ser un terremoto anual del que nadie puede escapar. Cada sitio tiene su precio.
La diferencia es que ahora puedo elegir. Y elijo no estar.
No es un rechazo a la gente. Es una defensa de la calma. De esa paz frágil que cuesta tanto construir y tan poco perder. De la tranquilidad necesaria para escribir, para pensar, para escuchar mis propios ritmos sin interferencias. Hay algo profundamente revolucionario en no acudir. En no consumir. En no hacer ruido.
Al final, el Grinch descubrió que la Navidad no estaba en los paquetes ni en los adornos, sino en algo mucho más esquivo: una forma de estar en el mundo. No creo que se volviera sociable de repente. Creo que simplemente dejó de luchar contra lo que no necesitaba. Y en ese gesto mínimo hay una lección que a menudo pasamos por alto.
No todo el mundo encuentra la paz en la multitud. No todas las casas se llenan cuando se llenan de gente. Algunas se llenan cuando se vacían.
Pienso a menudo en Emily Dickinson, que se confinó voluntariamente durante años, no por misantropía, sino por fidelidad a su mundo interior. Desde su habitación escribió algunos de los poemas más lúcidos y desarmantes de la literatura. Nadie le preguntaba entonces cómo podía soportar estar sola. Nadie le exigía explicaciones. Hoy, sin embargo, parece que el recogimiento necesita justificación, y la calma, permiso.
Tal vez confundimos celebración con saturación. Tal vez creemos que amar implica necesariamente estar, compartir, exponerse. Y no siempre es así. Hay afectos silenciosos. Hay vínculos que no necesitan presencia constante para sostenerse. Hay Navidades que se celebran mejor con una chimenea encendida y el sonido casi imperceptible del campo al anochecer.
No escribo esto como reproche. Tampoco como apología del aislamiento. Lo escribo como constatación personal, como quien se mira en el espejo de un personaje verde y descubre, con cierta sorpresa, que no todo en él era caricatura. Que había ahí una intuición legítima: la de proteger la propia paz frente al ruido ajeno.
Ser el Grinch de la familia no es robar nada a nadie. Es, en todo caso, devolverse algo a una misma. El derecho a elegir cómo y con quién pasar el tiempo. El derecho a no justificar el silencio. El derecho a vivir la Navidad —o cualquier otra fecha señalada— desde la intimidad, sin fuegos artificiales ni discursos prefabricados.
Quizá algún día dejemos de preguntar con alarma por qué alguien decide quedarse sola. Quizá entendamos que la soledad, cuando es elegida, no es carencia sino forma de plenitud. Hasta entonces, seguiré aquí, en mi casa, con mis perros, mi chimenea y mis historias. Robándome, si hace falta, una Navidad distinta. Más lenta. Más mía.
