El calendario vital se aproxima peligrosamente al mes de diciembre; noviembre languidece en su semana más black y postrera. La Navidad se convierte en un deporte de contacto que pone a prueba nuestra pericia en centros comerciales atestados.
La metáfora del título, aunque precisa, puede resultar cruel. El monstruo de la opulencia, en su máxima expresión, frota sus garras ante lo que se avecina. Los excesos prometen hacer mella asegurando un reguero de tarjetas de crédito en números rojos.
El primer asalto de esta competición se libra en la mesa. Las cenas y comidas de los días que están por venir son cualquier cosa menos un acto de comunión sencillo: son expositores de capacidad adquisitiva y de presunto buen gusto (si no es presuponer demasiado). La artillería culinaria es tan vasta que no basta con un ejército de participantes para diezmarla. Los gambones con pedigrí, el rodaballo, el solomillo de Wellington o esos centollos que han viajado más que la mochila de un Erasmus, se apilan en una suerte de altar levantado al dios del despilfarro.
Lo más irritante de todo, sin lugar a dudas, es la artificial impostura de la perfección escénica. Si en la noche de autos la abuela de turno no despliega un mantel que parece rescatado del mismísimo Palacio de Versalles, algo falla. Todo está dispuesto para el postureo de copia y pega.
La naturalidad ha sido vilmente asesinada a manos del consumismo. Hemos convertido la intimidad familiar en una especie de cápsula temporal de lujo de mentirijilla. Cartón puro y duro.
Entre tanta opulencia, llega el momento más deseado: las sobras del día después. No me digan que no es maravilloso.
Tras el atracón inicial, el día después se convierte en un ejercicio de resistencia a la gula. Aquí es donde el derroche se viste de ingenio doméstico. Las sobras no se tiran, ¡se transforman! El muslo de pavo al horno pasa a ser croqueta y los táperes invaden la nevera.
Pasado el trámite, llega lo realmente chungo: la promesa absurda y vana de “el 1 de enero me pongo a dieta”.
Esta frase, pronunciada con restos de mantecado en la comisura, es la máxima expresión de la negación colectiva. Con los rescoldos aún humeantes del Fin de Año, y con los Reyes a la vuelta de la esquina, es absurdo caer en el autoengaño. El leitmotiv de estos días es comer hasta reventar, y pretender lo contrario es una mentira piadosa que solo sirve para calmar nuestra conciencia burguesa.
Por eso, y por todo lo demás, urge tomar conciencia: la Navidad actual es una fiesta más pagana que religiosa, dedicada al capitalismo de la obsolescencia programada.
Va siendo tarde, ya es hora de apagar las luces. La verdadera rebeldía, el activismo que necesitamos, empieza por apartar tanta superchería y abogar por la naturalidad. ¿Es tan difícil?
La Navidad está a la vuelta de la esquina, y para el que les escribe, esta Navidad apunta a ser la más bonita de todas.
Es un buen comienzo, ¿no creen?
Gracias por la lectura y feliz lunes.
