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La gente sale de las oficinas y se sienta en los bancos y hacen lo que en mi tierra está tan feo. Para mí son libres, me compro un bocadillo y no me mira nadie.

No sé qué espero con tanto asomarme al espejo, mi hija ha traído el novio a casa. Desde que me lo ha presentado he sentido un desasosiego y cuando se ha marchado he venido corriendo al baño. Para qué, para observarme, tengo 45 años pero no me los echarían, me he sabido cuidar. Siempre pintada, siempre arreglada, ninguna  puede decir que me ha visto salir a la puerta en bata o bajar en chándal a sacar al perro. Pero hoy he sentido el tiempo encima y he querido sacármelo igual que un cobertor cuando te despiertas sudando.

A quién le voy a decir que me comprenda. Llevo trabajando en la calle desde que tenía 14 años. Tengo amigas, compañeras y un marido. Bueno, a él menos, qué voy a explicarle, estamos juntos desde el colegio. Cómo voy a contarle que me estoy ahogando sin una gota de agua, que me falta el aire en todas partes. Yo he llamado locas a las que dejan su vida, de pronto, de un día para otro, por un hombre, o porque necesitaban poner tierra por medio. Ahora comprendo qué les pasa por la cabeza para cometer una locura tan grande.

He tenido que romper mi casa para darme cuenta que me faltaba a mí misma. Mi madre me ha puesto de puta para adelante. No quiere verme, ni hablarme. Mi marido va por ahí abochornado como si fuera un cornudo. A los amigos y conocidos sólo les dan ganas de consolarle. Los hijos no entienden, lloran y esperan que se me pase. Me he ido de viaje, no es que no me duelan, he vivido para todos. 

El sol de este país calienta poco, pero a las doce la gente sale de las oficinas y se sienta en los bancos, en las plazas y hacen lo que en mi tierra está tan feo: comer por la calle. Para mí son libres, me compro un bocadillo y no me mira nadie.

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