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Todo empezó con las tizas: que pintaran o no era secundario, lo importante es que no provocaran alergia. Incluso se creó un mercado negro de tizas cuadradas; el polvo blanco en suspensión en las aulas se convirtió en el bien más preciado. Siguió con otras muchas cosas. Algunos estarían contentos si los colegios fueran instalaciones con las paredes acolchadas; pasillos pulcros y blancos, carentes de cualquier adorno que pudiera ofender a unos o hacer que se sientan excluídos otros. Auténticas incubadoras de seres perfectos, sin cicatrices y con las defensas intactas.

Somos los mismos que corrimos con las rodillas desnudas sobre caminos de albero y grava, pero por algún extraño motivo queremos proteger a nuestros retoños de la vida en general. De la vida, ha oído usted bien. Obliguemos a los centros a comprar mesas redondas para que los niños no puedan golpearse con las esquinas. Prohibamos las gafas, que dan unos pellizcos horrorosos cuando se abren y se cierran. Anulemos el día de la Paz porque la paloma es blanca y excluye a señores de otras razas. Pongamos suelos de esos que ponen ahora en los parques en los que rebotas cuando das el culazo del tobogán. Eliminemos los belenes, los murciélagos en Halloween y la semana cultural; porque hay una riqueza sociológica enorme pero no queremos que salte un ofendidito, ¡uno! Uno de cien que de repente lidera el grupo. “¡Alerta, alerta, una señora se ha quejado de que se celebra nosequé fiesta pagana! Lo mejor va a ser eliminarla por si acaso... uf, ha estado cerca”.

La era de la comunicación nos ha traído el mayor mal de nuestro tiempo: ha dado voz a los tontos. Que nadie se sienta aludido, en todos los grupos hay un 10% de tontos. El problema es que ahora se expresan en público, con la semianonimidad —si es que existe la palabra— que te da WhatsApp y la impunidad que te inspira escribir sin ver la cara de tu interlocutor. Tontos, más que perros descalzos, como dice un amigo. Y tontos nosotros por hacerles caso y dejar que dirijan nuestras vidas y las de nuestros hijos.

Hoy en día, en los colegios, se resuelve cualquier conflicto o problema con una eliminación total del rastro de la disputa. Fuera bizcochos, que hay niño celiacos; luego los padres de estos niños, que eran los primeros en ofrecer soluciones, comentan que ellos no han abierto el pico. No, son los tontos, ese 10% que habla por nosotros y hace más ruido que cualquiera. “Pero, caballero, ¿su hijo es celíaco? ¿No? ¿Entonces de qué coño se queja?” Oye, quitemos todo vestigio de azúcar, por si hay algún niño diabético, porque claro, luego en la vida van a retirar las chucherías antes de que él llegue. Quiero la vida a medida de mi hijo, bueno, o del tuyo, aunque no lo hayas pedido. Los tontos son muy peligrosos, porque convencen a los colegios de que algo puede causarle un disgusto. Y todos son abogados, médicos y psicopedagogos. No lo son, claro.

Por su culpa estamos criando seres pusilánimes sin sustancia; criaturas indefensas ante la vida que se llevarán palos muy gordos cuando le den una voz más alta que otra en un trabajo; porque aquella vez que el profesor lo castigó por hacer el gilipollas, sus padres salieron en su defensa por una supuesta medida desproporcionada. Y el niño salió victorioso, al menos de momento. Sin saber que no le estaban enseñando nada, porque cuando eres adulto casi todo es injusto, las cosas tienen gluten y azúcar, las mesas esquinas y si te chocas contra el suelo, sangras. Así el número de tontos crecerá y los niños irán al colegio en una burbuja, con píldoras alimentarias antialérgicas y su abogado al lado por si el profesor lo deja supuestamente en ridículo. El colegio perfecto, con tontos perfectos.

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