Claro de luna rockera

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Rodolfo Chikilicuatre.
Rodolfo Chikilicuatre.

En los tiempos que corren, creo que cualquier cosa mínimamente frívola nos atrapa y nos colma. Antes de la pandemia la causa era probablemente el hipernarcisismo del que nos habló Lipovetsky y ahora se debe a lo hastiados que estamos todos de esta fatiga que se disipa por momentos pero no se apaga. El caso es que nos pone lo intrascendente. Por eso triunfan Tik Tok y la docuserie de Sergio Ramos. En el baúl de los recuerdos que no van a ninguna parte está Eurovisión. Sobre todo desde que el orgullo patrio se resquebrajó a golpe de Chiqui chiqui y, mucho antes, de la deriva marinera de Remedios Amaya. Pero fue incluso antes, creo que desde que dejamos de ser destino en lo universal —si es que alguna vez empezamos a ser eso—. Sin Massiel, ni Julio Iglesias, ni Karina la cosa pierde bastantes enteros, porque donde otrora hubo ídolos ahora solo hay cantantes. Algunos hasta buenos, pero solo cantantes. 

Este año hemos asistido a un concurso bastante insólito. No solo porque se ha vivido con la pandemia aún coleando, ni porque algunos representantes hayan tenido que aislarse tras dar positivo y no pudieran actuar, ni siquiera porque el año pasado la cita tuviera que suspenderse. Ha sido insólito porque nos ha reencontrado con la intrascendencia cuando más lo necesitábamos. Nos ha brindado espectáculo cuando la realidad lleva demasiado azotando duro, cuando no paramos de asistir a tragedias que nos golpean sin piedad: más y más mujeres asesinadas por el terrorismo machista, niños abandonados a su suerte en mar abierto por mandatarios sin escrúpulos, un hombre que llora en una playa tras perder a su hermano en la travesía más dura y solo demanda un abrazo que poder sumar a sus exiguas posesiones —a saber: una camiseta, unas calzonas y unas chanclas. Sed y hambre a partes iguales— y aún más exiguas fuerzas. Un mundo en el que unos malnacidos se atreven a insultar a la voluntaria que le brinda ese abrazo no tiene mucho por lo que levantar la cabeza. Un mundo así, en el que la gente sigue muriendo en los hospitales por el virus mientras frente a ellos los irresponsables hacen botellón, no merece ser salvado. Hay días en los que en ese mundo solo merece la pena lo que no iba en serio. 

Así es Eurovisión: un universo de música, color y drama. Pero drama del bueno, del intrascendente, del que dura 3 minutos 27 segundos, lleva purpurina y su propia banda sonora. Este año, reconozcámoslo, nos hacía más falta que nunca. Y en este año en el que tanta falta nos hacía un respiro, la cita estuvo a la altura. Las canciones sentidas y profundas —ejecutadas con maestría, todo hay que decirlo— no podían ganar. Es un año para estar locos, para ser diferentes a los demás, para permanecer zitti e buoni pero a golpe de un buen rock. Por eso, este año, tenían que triunfar ellos: los jóvenes, alternativos y provocadores de Maneskin —claro de luna en danés—. Demasiado rockeros para ser tan indies y demasiado indies para ser así de rockeros. Los que llegaron con su italiano en la garganta, sus kilos de personalidad y su falta de prejuicios a llenar el escenario y a arrasar con los votos del público. Porque la vida, hoy más que nunca es eso, necesita eso: volverse loco bailando un buen rock mientras brilla la luna llena. 

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