La claridad que falta

No tengo nada contra la coedición cuando se presenta como tal. Hay proyectos que nacen así, con autores que desean un control total sobre su obra y que pueden permitirse ese modelo

28 de noviembre de 2025 a las 09:47h
Una ejemplar en la Feria del Libro de Sevilla.
Una ejemplar en la Feria del Libro de Sevilla. FERNANDO VÁZQUEZ

Todo por no seguir mi propio consejo. Así empiezo este artículo porque, a veces, una se sorprende de su propia torpeza, sobre todo cuando cree tener ya cierta experiencia en distinguir lo que es literatura y lo que es negocio. Y, sin embargo, basta una llamada bien templada para que el sentido común vacile. Lo llamo estafa porque, si tengo que preguntar cinco o seis veces quién pone el dinero, ya no estamos hablando de un acuerdo editorial, sino de un juego de manos. Un truco viejo, maquillado de modernidad.

Lo extraño no es que existan estas editoriales que se presentan como revelaciones. Lo extraño es que sigan funcionando. Me llamó la atención que aquella propuesta llegase sin que hubiesen leído ni una línea mía. Cuando una editorial se acerca a ti sin conocerte, sin saber si escribes con soltura o con dos dedos, ya debería encenderse la primera alarma. Pero somos humanos, y el halago — aunque venga envuelto en plástico— tiene su brillo. Días antes había visto su anuncio en Instagram, tan pulido, tan optimista, tan lleno de promesas, que cualquiera diría que buscaban talento y no clientes.

No tardaron en llamarme. Al otro lado del teléfono, una señora amabilísima me dibujó un panorama casi épico: treinta y un ilustradores a mi disposición, una distribución nacional, un proceso cuidado al detalle, una especie de templo editorial donde mi obra podría encontrar su sitio. Todo sonaba impecable. Quizá demasiado.

La interrumpí varias veces para preguntar si aquello era una editorial tradicional o una coedición. Un término sencillo, una distinción básica. Pero cada vez que asomaba la pregunta, ella la envolvía en un discurso larguísimo sobre lo que, según decía, era “la nueva forma de entender la edición”.

No dejaba de resultar curioso: cuanto más hablaba, menos decía. Me explicaba que ellos apostaban por mi trabajo, que yo no tenía que preocuparme de desembolsos, que el enfoque había cambiado. Un aire casi político, no por contenido, sino por esa habilidad para contornear la verdad sin tocarla.

Seguí insistiendo. A veces hay que perforar la conversación como quien abre una veta en una roca. Hasta que, cansada o quizá resignada, soltó lo esencial: cuando el libro estuviese publicado, tendría que comprar los primeros doscientos ejemplares. Y ahí terminó la magia. No porque sea malo comprar tus propios libros —hay autores que lo prefieren—, sino porque la falta de claridad deshace cualquier confianza. Una editorial que no dice desde el principio quién paga no está apostando por tu obra. Está apostando por tu ingenuidad.

Fui educada. Le dije que no era lo que buscaba, que prefería una editorial que invirtiese en el trabajo que ya he hecho, no una que me convirtiese en clienta de una imprenta con escaparate

literario. Colgué con una mezcla de fastidio y de aprendizaje tardío. Y, mientras dejaba el móvil sobre la mesa, pensé en la transparencia, ese bien escaso en el mundo del libro.

Se habla mucho de literatura, pero a veces se habla poco de esta otra cara. Se insiste en romantizar la figura del escritor, como si la mera publicación fuese un acto de consagración. La verdad es mucho menos épica: la edición es un negocio, como cualquier otro, y conviene tratarla con la lucidez con la que se firma un contrato de alquiler. Lo que me molestó no fue que quisieran venderme un servicio, sino que lo presentasen como un milagro que debía agradecer.

Quizá lo más doloroso fue detectar ese tono condescendiente, esa especie de paternalismo para convencerte de que estás entrando en un círculo que te hará un favor, cuando el favor, en realidad, te lo haces tú pagando. Esa insistencia en maquillar las condiciones, como si la claridad fuese un inconveniente. Y pienso que, si algo define la dignidad del escritor, no es publicar, sino escoger con quién camina. No confundamos oportunidad con trampa.

Lo peculiar de este tipo de llamadas es que apelan a la ilusión, al sueño de ver tu obra en papel, ilustrada, distribuida, colocada en escaparates. Y ese sueño es legítimo, pero no a cualquier precio. Y, sobre todo, no bajo la premisa del engaño. Una editorial seria habla claro desde el principio. No teme decir cuánto cuesta, cuánto arriesga y qué ofrece. Cada vez que alguien necesita seis rodeos para contestar una pregunta evidente, lo que realmente está confesando es que confía más en tu entusiasmo que en tu criterio.

Lo pienso y me doy cuenta de lo fácil que es caer. No por ingenuidad, sino porque vivimos en una época donde todo se vende como oportunidad, como puerta que no debes dejar pasar. Y quizá lo verdaderamente revolucionario hoy en día es aprender a decir “no”. Negarse a entrar en un lugar donde te tratan como clienta cuando tú buscas ser autora. Rechazar la seducción del elogio vacío y exigir algo tan elemental como la verdad.

No tengo nada contra la coedición cuando se presenta como tal. Hay proyectos que nacen así, con autores que desean un control total sobre su obra y que pueden permitirse ese modelo. Pero el problema no es el sistema, sino la opacidad. Ese envoltorio de modernidad que pretende hacerte creer que has sido elegida cuando, en realidad, formas parte de un embudo de captación. Y eso es lo que convierte la propuesta en una estafa moral, si no económica.

Después de colgar, pensé en cuántos autores jóvenes, cuántos escritores que empiezan, caerán en ese juego. No por falta de talento, sino por falta de advertencias. Quizá por eso escribo esto: para recordarme y recordar a otros que la claridad no es negociable. Que ninguna ilusión vale lo que cuesta renunciar a la verdad. Y que, en literatura, como en la vida, conviene desconfiar de quien no responde a la primera.

Hoy, visto con distancia, agradezco haber preguntado tanto. Agradezco haber insistido. Y, sobre todo, agradezco haber tenido el coraje —tarde, pero a tiempo— de no seguir adelante. Porque la literatura no es una carrera por publicar, sino una forma de estar en el mundo. Y en ese mundo, igual que en el campo, las cosas esenciales se sostienen en algo muy sencillo: mirar de frente y pedir claridad.

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