Es difícil no pensar en un cuadro costumbrista cuando uno contempla la secuencia sevillana que los Lumière rodaron en abril de 1898. La cámara, fija y paciente, se instaló delante de la iglesia de Omnium Sanctorum para registrar por primera vez en movimiento el pulso de la populosa calle Feria. Lo que nos queda de aquel momento —apenas un minuto de metraje— es algo más que una curiosidad técnica: es una pintura viva, una tela luminosa en la que los vecinos pasan despreocupados ante el objetivo, con la alegría espontánea de un barrio que no posaba, que simplemente existía.
Durante décadas este documento permaneció oculto, citado en catálogos pero sin circulación real. Incluso se alimentó la confusión de que la referencia aludía al recinto ferial, cuando en realidad nos sitúa en un escenario mucho más genuino: el corazón de Sevilla, su mercado y sus tipos populares. Lejos de casetas y atracciones, lo que aflora en esas imágenes es la vida cotidiana de un espacio que condensa tradición, comercio y convivencia.
La pieza, por su fuerza visual y por su carácter pionero, merece ser contemplada sin descanso y exhibida en todos los rincones de la ciudad. Porque no se trata solo de una filmación antigua, sino de una ventana al final de siglo, de un testimonio en movimiento que, como apuntaría más tarde Walter Benjamin en sus reflexiones sobre la imagen, captura la irrupción de un aura distinta, una forma de mirar lo real suspendida en el tiempo.
Ese cuadro en movimiento, nacido de la cámara Lumière, devuelve al presente una Sevilla efímera y al mismo tiempo eterna, revelándonos cómo en 1898 ya se abría una nueva etapa: la de la imagen en movimiento como memoria, arte y testimonio.