La ciencia y la ciudad

Esta edad de oro de la divulgación contrasta con la edad de barro de la participación. Los ciudadanos apenas participan en la elaboración de los planes de investigación

La ciencia y la ciudad, por Juan Carlos González.
24 de septiembre de 2025 a las 10:06h

La divulgación científica vive hoy su edad de oro, en cantidad y en calidad. Las formas de comunicar la ciencia son muy variadas. Disponemos de ensayos, novelas, revistas, secciones de periódico, cómics, documentales, blogs, redes sociales, teatro, artes, música, encuentros, ferias, congresos… Incluso hay preparación específica para los científicos o periodistas que elijan ese camino profesional. Ya no se trata de una actividad secundaria en el sistema tecnocientífico. Tan importante es investigar bien y elaborar buenas teorías como saber exponer esos proyectos fuera del laboratorio.

Divulgar los conocimientos se ha convertido en una necesidad ineludible en las sociedades democráticas. Los ciudadanos tienen derecho a saber a qué se dedican sus impuestos y cuáles son los objetivos de la investigación. Divulgar es una forma de justificar, de legitimar. Los científicos tienen que convencernos de que su área de trabajo merece ser apoyada con recursos. Además, los ciudadanos con conocimientos científicos serán más críticos, más responsables, mejores profesionales y, cómo no, consumidores sensatos.

Esta edad de oro de la divulgación contrasta con la edad de barro de la participación. Los ciudadanos apenas participan en la elaboración de los planes de investigación. Los sabios vuelcan sus conocimientos en los cerebros de los ciudadanos, que todavía son tratados como meros recipientes vacíos y pasivos. Los laboratorios quedan muy lejos. 

No hace falta ser científico para saber lo que uno necesita y lo que es un bien común. Si los recursos son limitados, habrá que decidir cuáles son las prioridades de las personas. Es un misterio quién decide en qué se investiga y para qué. Los planes de I+D+i los elaboran y aprueban nuestros representantes. Es lo que se llama política científica y tecnológica de un país. Pero los parlamentos y ministerios quedan muy lejos.

El modelo de la democracia representativa no sirve. No tiene sentido realizar una simple votación para decidir esos asuntos. La forma más racional de participación es la democracia deliberativa, más directa, a través de grupos de trabajo, consejos o comisiones. En la deliberación intervienen científicos y ciudadanos que dan voz a todas las perspectivas e intereses de la comunidad local. Ya se han puesto en práctica varias experiencias de este tipo para tratar temas concretos que afectan a una zona determinada. 

Hay quien ve en esta participación una amenaza para la autonomía de la ciencia. Creen que los investigadores solo deben guiarse por los valores epistémicos del método científico. Los valores éticos, económicos, políticos y sociales deben quedar al margen, ya que se corre el riesgo de olvidarse de la verdad y la objetividad. Sin embargo, la ciencia es una actividad social. Creer que existe una ciencia libre de valores políticos, una ciencia que se basa solo en la observación pura y la aplicación de la lógica, supone manejar una imagen falsa del conocimiento. Como en toda actividad humana, hay diferentes intereses y perspectivas, hay conflictos y poder. Los objetivos de la investigación pertenecen al ámbito de lo político. Las disputas sobre el cambio climático son un ejemplo. Ya no se oculta a quién beneficia negar las evidencias.

Los encuentros con investigadores nos proporcionan una imagen más real de la comunidad científica. Sale a la luz la importancia de la financiación, los intereses de los Estados y de las empresas privadas, las dificultades para llevar a cabo determinados proyectos, cómo trabajan los equipos dentro de las diferentes instituciones, la importancia de la ciencia básica, la relación con la tecnología y el mercado… Si esos encuentros fuesen, además, espacios para tomar decisiones sobre los proyectos que afectan a nuestras ciudades, lograríamos que las ciencias se acerquen más al bien común.