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Ojalá estuvieras aquí

Ramón González de la Peña, arquitecto

ramón gonzalez de la peñaViajaba junto con un grupo de amigos pertenecientes a una ONG con el objetivo de establecer estrategias de trabajo en el norte de Marruecos. Se habían citado con unos marroquíes para cenar aquella noche fría de otoño. Él estaba particularmente excitado porque acababan de llegar a la ciudad atlántica que tres o cuatro décadas atrás su padre, al que tanto añoraba, había tenido que visitar con regularidad por motivos de trabajo. Le producía una sensación de gozo imaginarlo en otro tiempo, recorriendo los mismos lugares que él visitaba por primera vez. Se alojaron en el mismo hotel que recordaba haber oído mencionar a su padre. Se trataba de un edificio de estilo colonial, con toques regionalistas, propios de la época en que fue construido, a principios del siglo XX. La única diferencia, pensaba, era que el edificio había perdido el lustre que en otro tiempo tuviera, como todo en esa región que tan poca simpatía despertaba en la monarquía alauita, razón por la que se mantenía como congelada, descomponiéndose poco a poco.

Ella apareció en el vestíbulo del hotel y se dirigió al mostrador de recepción justo en el momento en el que el grupo se reunía para salir. Desde la parte superior de la escalera circular podía ver a una chica morena, con el pelo muy corto, que vestía un elegante abrigo negro largo y pantalones y zapatos de tacón del mismo color. En la distancia su voz sonaba dulce y delicada y mantuvo una breve conversación con el muchacho de recepción. Al tiempo que ellos bajaban, ella inició la ascensión a la planta principal de hotel, donde seguramente se alojaban ese día los pocos huéspedes que parecía haber. Se cruzaron a la mitad de la escalera y se miraron mutuamente a los ojos.

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Por un momento el tiempo se detuvo y pareció que la acción se desarrollaba a cámara lenta. Pudo así observar la suave piel blanca sin maquillaje de su rostro y de sus manos, fuertes y huesudas. Y la boca grande y perfecta en la que aparecieron sus dientes blancos y alineados cuando le dedicó aquella sonrisa. Pasados unos segundos se dió la vuelta y pudo apenas ver como sus pasos la conducían por el pasillo hacia su habitación. Se le quedó una cara de bobo sobre la que sus amigos no dudaron en tomarle el pelo el resto de la noche.

A la mañana siguiente fueron a un desayuno de trabajo con otros marroquíes en el restaurante contiguo al hotel. Se sentaron en el fondo del salón y allí estuvieron intercambiando opiniones sobre posibles procedimientos y acciones a realizar en aquella ciudad. De pronto la vio aparecer, cargada con su maletín, con intención de desayunar antes de iniciar la jornada de trabajo. Se sentó en el extremo opuesto al que ellos ocupaban. Él, que se encontraba un poco ausente en la reunión, no dudó en levantarse y dirigirse directamente hacia la mesa en la que ella se había sentado. Le dio los buenos días y ella le invitó a acompañarla. Rápidamente se estableció entre ellos la misma complicidad que la noche anterior en la escalera. Se contaron los motivos por los que se encontraban allí. Él la hizo reír varias veces, cosa que no le costaba gran esfuerzo.

Le habló de su padre, de la fábrica de conservas de pescado y ella de su jefe allí, un personaje del cual él recordaba haber oído contar anécdotas a su padre. Ella se ofreció a llevarle a dar una vuelta por las antiguas instalaciones conserveras en el coche que la recogería en unos minutos, un mercedes muy antiguo, perfectamente conservado. Así lo hicieron. Después ella se quedó en la fábrica donde tenía que implantar un sistema informático de trabajo y a él lo volvieron a llevar al hotel, siguiendo las instrucciones de la chica. Antes de despedirse se intercambiaron los teléfonos y quedaron en llamarse cuando volvieran a venir a Marruecos.

No fue así. El primer día de trabajo siguiente, al terminar la jornada, la llamó. Estuvieron hablando por teléfono tanto tiempo como no recordaba haberlo hecho nunca. Una semana más tarde estaba volando a la ciudad de ella, 1.000 kilómetros al norte de la suya. A la mañana siguiente, todavía de madrugada, el tomó un vuelo de regreso. Durante los meses siguientes fueron una de tantas parejas que sólo se encuentran los fines de semana. Unas veces él volaba al norte, otras ella al sur.

Pero no pudo ser. Las incógnitas ganaron a las certezas y la pareja se derrumbó antes de que el cariño pudiera sustituir a la pasión y convertir en estable aquella maravillosa aventura.

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