El camping de Doñana, hace un año, tras ser devastado por el fuego. FOTO: MIGUEL ÁNGEL RAMÍREZ
El camping de Doñana, hace un año, tras ser devastado por el fuego. FOTO: MIGUEL ÁNGEL RAMÍREZ

Desde el balcón se observa una lluvia de cenizas que acaricia los cristales y se posa, muy lenta, sobre la madera blanca de la balaustrada. Suena a balada triste de domingo, a atardecer de flama y niebla, a resina e ilusiones calcinadas.

El cielo llora y la mar escupe. La vida se seca a finales de junio, entre el calor asfixiante y un sol que caldea el asfalto de los barrios humildes. Los niños ya no van a la escuela. El amianto de sus techos aumentan la temperatura de las aulas, efecto invernadero en los cimientos del conocimiento. Desde el balcón se observa una lluvia de cenizas que acaricia los cristales y se posa, muy lenta, sobre la madera blanca de la balaustrada. Suena a balada triste de domingo, a atardecer de flama y niebla, a resina e ilusiones calcinadas. En occidente arde el bosque, pasto los árboles de la especulación y las llamas. El viento trae el olor amargo del final de los días, de los años desforestados, del futuro gris, contaminado y oscuro. Al este, se abrazan deshidratos los emigrantes a la orilla. Labios resquebrajados por la sed, pieles salpicadas y achicharradas por la sal. Ilusiones y sueños frágiles que duran menos que la larga travesía.

Al oeste, un gasoducto. La sombra del ladrillo, la sospecha de las intenciones. Promesas que nadie cree, que todos dudan. La gente se volvió desconfiada a base de palo y mentira. El Levante ya no se cuela entre los troncos, acampa a sus anchas y esparce con violencia los restos de lo que fue un descampado con apellidos: Natural y Protegido. En oriente, un pequeño en edad de jugar se sube a una barca de madera, empujado por otro aire —distinto— que trae sonidos de miseria, guerra o pobreza. Sin colegio, ni pupitre. Sin juguetes ni cuadernos. Se aferran a la madre, que a su vez se agarra a la esperanza de un destino mejor.

A un lado, luchan los bomberos. Trajes, calor y cascos. Agua que se agota, ríos vacíos que prestan el poco caudal que llevan. Se la juegan a cientos de grados, a un palmo de las virutas desordenadas que se impregnan en los cuerpos y quedan grabadas en la pupilas. Al otro, los currantes de las lanchas, los miembros de salvamento, se enfrentan a un Mediterráneo que resulta infinito, que se pierde con la mirada sin divisar un centímetro de arena. Saltan olas, se aproximan a la madera resquebrajada y casi podrida. Estiran los brazos y alcanzan las manos arrugadas que buscan el calor.

Arden los mares. Se ahogan los bosques. Y huyen. Huyen del telediario, de la realidad, del mal sabor de boca. Y permanecen. Permanece la injusticia, la especulación, la miseria, la impotencia y la tristeza. Pobres que quieren alcanzar Europa. Europa que queman en busca de más dinero. Un planeta no tiene suficiente tamaño para digerir tanta vileza.

Finales de junio. Llueve cenizas, arde la vida. No hay fin de la historia que valga. Existe, seguro, un sistema más honesto. Cada vez, menos se conforman.

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