Una imagen icónica de la Transición.
Una imagen icónica de la Transición.

Con estos dos artículos pretendo abordar la cuestión democrática a raíz del estado de alarma decretado en marzo de 2020 con motivo del Covid-19. En concreto referido, en el primer artículo, a la limitación o casi supresión de determinados derechos fundamentales. Se toma como hilo conductor La agonía de Francia de Chaves Nogales. En el segundo artículo, desde un planteamiento histórico se defienden el valor de la democracia como ejercicio de la conciencia y la responsabilidad.

Alguien podría objetar tras la lectura de La agonía de Francia, que Chaves Nogales, como republicano comprometido, quizás sobrevaloró al pueblo francés, de la misma manera que pudo hacer aquel idealista democrático español sorprendido en mayo de 2020 ante la indiferencia de sus conciudadanos.

Nuestra España actual no cuenta con una tradición democrática que nos presuma de una aguerrida resistencia. Somos de esos países a los que se les dio una prótesis jurídica llamada Tribunal Constitucional. En el día a día, dudas cualitativas sobre la democracia surgen desde la figura de un funcionario raso a la de un ministro, cuando en el ejercicio de sus funciones y poderes atribuidos se traslucen los cálculos rentabilistas de conservación como principal motivación. Decía Ortega y Gasset allá por 1921 que España se había convertido en una nación de compartimientos estancos. En general, las carencias democráticas se ven en la deprimente formación político-jurídica de las escuelas, centro de trabajo y administraciones públicas.

Conviene repasar que el valor de la democracia ya lo plasmó la antigua Atenas. Aquello era el gobierno de los ciudadanos libres reunidos en asamblea y en tribunales populares. A diferencia de otros sistemas políticos como el monárquico, o el aristocrático, el gobierno en igualdad de derechos implicaba para un ateniense que la mayoría de sus vecinos asumía la responsabilidad política, el devenir de sus días. Aquella democracia popular exigía que cada uno se defendiese a sí mismo y a todos. Ni siquiera había abogados. No deja de provocar sonrojo, tener que recordar que toda aquella racionalidad política se asentaba sobre circunstancias particulares, además de que en política no hay paz idílica sino espacios más o menos habitables. Efectivamente en Atenas había muchos esclavos, las mujeres estaban apartadas de la vida política y a un tipo como Sócrates lo condenaron a muerte sus vecinos por actos que hoy estarían amparados por la libertad de creencia. La guerra con Esparta duró muchos años, sucedieron pestes, y aun cuando Atenas extenuada dejó de ser hegemónica, ya con un desánimo pacifista, siguió funcionando como una democracia por muchos años. En sus teatros triunfaban entonces las obras de la Comedia Nueva, sobre problemas de enredo, y Demóstenes espoleaba en la asamblea a sus conciudadanos para que dejaran de refugiarse en los divertimentos. También hubo tiempo para que los atenienses mostraran su arrepentimiento defenestrando a aquellos que acusaron vilmente a Sócrates. Y con todo, no sólo por los testimonios, parece preferible una vida en Atenas que en la militarizada Esparta.

La democracia en nuestro tiempo tiene otros ingredientes, pero su significado último de responsabilidad ciudadana es innegociable. Cualidades actuales son la separación de poderes, el imperio de la ley, los derechos y libertades fundamentales y la participación representativa en el gobierno. Las cuatro son límites objetivos para un Estado absoluto.

Los ciudadanos de hoy, conformamos grupos de millones de personas, y no nos reunimos en asamblea exponiendo a viva voz los argumentos. Tampoco solemos participar en la administración de justicia. Incluso la población en general muestra desconfianza a este mundo. Hoy día, la Administración Pública está especializada por todas partes, es una maquinaria rígida de tintes industriales.

Aunque se pueda pensar que el Estado liberal reduce cada vez más la Administración y abandona a sus ciudadanos, se trata de una cuestión discutible. Este es un mundo tan regularizado, que ni toda la balumba normativa puede llegar a conocerse por los mismos profesionales del Derecho. El Estado moderno, con su absolutismo jurídico, impone para sí el deber de estar presente en todo.

Si estos son elementos objetivos para medir la salud democrática actual, en La Agonía de Francia se insiste en otro pilar: la moral de los ciudadanos, esa materia ubicua e imperiosa. El ciudadano-masa descrito por Ortega y Gasset; el ciudadano medio que obedece las órdenes sin pensar, según Arendt; no menos preocupante es la falta de tolerancia, que se ejerce por ciudadanos aislados desde la confrontación, sin interés por lo diferente.

No es casualidad que fuera en Atenas, y no en Egipto, donde un ciudadano como Sócrates cuestionara públicamente qué debe hacer el individuo para ser justo. ¿Qué hubiéramos hecho cada uno de nosotros si hubiéramos sido ciudadanos de la Alemania de 1939? Y por qué no plantearlo también en tiempo presente.

Gáraldine Schwarz, en Los amnésicos 2019, hace un recorrido histórico familiar de este tipo para la Alemania y Francia de los años 30 en adelante. Es una lectura de la memoria histórica y expresión de una conciencia democrática comprometida. El análisis de las conductas de sus antepasados se atiene a las circunstancias particulares en los márgenes reales de conocimiento de entonces, acompañado con noticias de resistencia y puntualizado por las consecuencias que podría acarrear una hipotética objeción. Trata del mitläufer, el colaborador del régimen, el ciudadano medio, cumplidor de las normas, que no necesariamente un entusiasta, pero quizás sí aquel que tomando lo que le beneficiaba miraba para otro lado (en perjuicio de los judíos principalmente en aquel caso).

En La agonía de Francia, Chaves Nogales anota síntomas previos de podredumbre interna, como los hubo en la España republicana para quien quisiera oírlos. Principalmente, fueron intentos de golpes de Estado, extralimitación de las funciones propias de cada órgano o grupo social, o deterioro de la comunicación política.

Conforme a ello, hoy día, no se percibe una ruptura inminente del orden constitucional democrático de 1978. Si bien es verdad que tampoco se puede celebrar un fortalecimiento del mismo. Como se ha visto recientemente, los derechos fundamentales no son una prioridad entre los valores de la población. Quizás el derecho a la propiedad, concebido de forma vaga, goza de cierto crédito popular, aunque incluso el derecho a la intimidad en la vivienda a la que nos hemos visto recluidos, ha sido puesto en entredicho también por algún órgano de gobierno.

Este empeño democrático por la conciencia histórica se revela como vacuna moral contra un futuro desmesurado, como resolución vital nunca indigna de abrir espacios en las ciudades y mirar a ojos a la tragedia. Queda también, ante lo inasible de la moral y lo incesante de los sucesos, conocer objetivamente, contemplando escéptico el espectáculo de lo humano. No es descartable cuando, ante esta marcha inalterable de la comunidad moderna, la capacidad de influjo de un individuo comprometido, aun poniendo su vida en riesgo, como Chaves Nogales, parece insignificante. En su caso, pudo consolarse como un lírico griego exiliado bebiendo hasta el fondo la jarra de vino y cantando malagueñas de Chacón, mientras informaba de la inminencia del fin de la guerra.

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