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En La Mata, Castellón, hace unos días, una persona de 65 años recibió 15 puñaladas en el pecho y en el tronco por parte de su pareja y se libró de la muerte porque, aun desangrándose, pudo alcanzar el balcón y tirar las llaves de su domicilio a un vecino y este accedió a su casa y llamó a los servicios médicos. Esta víctima ya había denunciado malos tratos previamente e incluso el juez había decretado una orden de alejamiento. Salió con vida porque tuvo la inmensa suerte de que su cónyuge creía que había muerto y, por ello, se marchó tranquilamente a una farmacia de un pueblo vecino a comprarse material sanitario para curarse un pequeño corte que se había provocado en el forcejeo. En este caso, la víctima no era una mujer sino un hombre y la agresora, una señora bastante más joven, tenía 52 años. La  presunta homicida está en prisión provisional y previamente, dos días antes de apuñalar a su marido, le había propinado un escobazo, provocándole lesiones.

Situaciones similares son bastante más frecuentes de lo que parecen. Muchas veces el prototipo de pareja es parecido: mujer bastante más joven y fuerte que el marido o compañero, o con predisposición de poder o dominio sobre estos, hasta el punto de aprovecharse de sus debilidades. La mayoría de los asesinatos que relaté en mi artículo publicado en este periódico Presuntas asesinas siguen esta misma pauta.

Las estadísticas no reflejan un gran porcentaje de agresiones que sufren los hombres por parte de sus consortes o parejas, porque esta realidad permanece oculta a causa de factores socioculturales. Por lo general, el sujeto que sufre estos ataques no se atreve a denunciar por culpa de una mentalidad machista,  en el que él ha asimilado que debe ser el fuerte, el soporte de la familia y convertirse en su defensor. En realidad, se enfrenta a su fracaso, a la rotura de sus esquemas mentales preconcebidos, a la caída del hombre ideal que tiene en la cabeza.

Este individuo no quiere que se burlen de él por su vulnerabilidad y que le llamen calzonazos. Además, para ellos, denunciar no les reporta ningún beneficio, ya que no les conceden ni la custodia automática de sus hijos, ni le adjudican el domicilio familiar, ni pueden esconderse en casas de acogida habilitadas al efecto, ni reciben ninguna subvención pública, ni disponen de números de teléfonos especiales de auxilio en donde no se registren las llamadas de contacto en su recibo telefónico. Encima, estas personas están aisladas y sin apoyo, debido a que en su barrio o en su municipio no hay una asociación en defensa de los hombres agredidos, ni servicios sociales dispuestos a atenderles de la misma forma que si fueran una mujer en el mismo caso. Algunas veces, aunque con reticencias, se han atrevido a acudir a la policía, pero no han recibido ni el mismo trato ni la misma disposición que si hubiesen sido una fémina, porque no existe igual protocolo de actuación. Para colmo, no en pocas ocasiones, ni los agentes les creen, ni les toman en serio.

Hace unos años un compañero de trabajo llegaba muchos lunes tarde y llamaba desde el hospital para justificar su ausencia, después aparecía por la oficina con un brazo roto o con unas marcas en la cara que intentaba disimular. Mi colega argumentaba que las fracturas, contusiones, equimosis o heridas recibidas habían sido provocadas siempre por accidentes domésticos. Ante mi insistencia, un día me acabó confesando que sus lesiones habían sido infligidas por su esposa. Yo le animé a que denunciara, pero él, traumatizado, agachando la cabeza, se negaba por vergüenza.

A partir de ahí, vi una realidad que no aflora, pero que debe ser tratada con igualdad. Si la violencia no discrimina, ¿por qué nosotros nos empeñamos en discriminar unos supuestos de otros? ¿Solo discriminamos por el número de incidencias, porque hay muchas más mujeres asesinadas que hombres, sin pensar en proteger a todos? Si es así, la sociedad en su conjunto ha fracasado, porque cada uno va exclusivamente a defender lo suyo, a su género, y no hay grandeza de miras, ni se piensa en los demás, ni nadie demuestra empatía para ponerse en el lugar del otro, simplemente por ser del sexo opuesto. Todo ser desvalido y vulnerable debe ser protegido de la misma manera y estos hombres también lo son e, incluso, disponen de menos recursos a su disposición para su defensa.

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