Carta a los hombres sin rostro: El silencio que nos roban cada noche

El autor relata el infierno de muchas noches, cuando su familia, y otros muchos vecinos, sufren la llegada de moteros a un improvisado circuito urbano en la zona sur de Jerez

Controles policiales en Blas Infante, avenida de la Zona sur de Jerez, en una imagen reciente.
19 de junio de 2025 a las 07:19h

A ustedes, que convierten la noche en ruido, les envío ahora estas palabras. Yo, como tantos, no me planto bajo la ventana de nadie en plena madrugada, ni invadiría su hogar con sonidos que perturben la paz. Pero ustedes, en cambio, lo hacen casi cada noche, arrebatándonos lo que más necesitamos: el silencio.

Érase una vez, válgame el cliché, lo que pudo haber sido y lo que nos ha tocado ser. Mi familia, como tantas otras, llegó a esta zona con ilusión. Ya saben: ese entusiasmo ingenuo que uno siente cuando ve el piso recién pintado, la piscina brillando al sol como en las fotos de la inmobiliaria, el parque a un paseo y el supermercado a tiro de piedra. Pero lo que no nos dijeron fue que, con la llegada del verano, la calle José Manuel García Caparrós se transformaría en una especie de pista de motocross clandestina… o, como yo la llamo cariñosamente, el Circuito de Jerez Sur.

Aquí estamos, atrapados entre glorieta y glorieta, con unos trescientos metros libres de obstáculos que parecen gritar a todo el que pase: “¡Corre, campeón, que nadie te detiene!” Y claro, nuestros protagonistas lo hacen. Vaya si lo hacen. Se presentan cuando la luz declina y la noche asoma, cuando los simples mortales intentamos reconciliarnos con el mundo tras la jornada. Ellos llegan en sus motos de cross, sin matrícula —que no falte nunca el misterio—, con sus cascos puestos —la seguridad ante todo, claro está—, y hacen caballitos sin parar durante horas. A veces incluso se forma una grada de chavales a lo largo de la avenida, con música a todo volumen para animarlos. Y yo, desde mi ventana, sólo puedo pensar: “¿Y si esta vez sí se caen?” Pero no, no lo hacen. Tampoco quiero realmente que eso suceda, aunque en ocasiones la frustración me haga pensarlo.

En cambio, tiran por tierra otra cosa: nuestro descanso. La paz. El sueño de mis hijos pequeños, que se despiertan asustados, con los ojitos abiertos de par enpar preguntando qué ha pasado. Nada cariño, solo son los hombres sin rostro que vienen de nuevo a correr.

A veces alguien, bienintencionado, me dice: “Cierra las ventanas y pon el aire acondicionado.” ¡Ah, claro! El viejo consejo del que no ha pasado una noche aquí. Como si uno quisiera dormir encerrado en una cápsula mientras allá fuera el mundo ruge. A nosotros, los que crecimos con las ventanas abiertas en verano, nos duele no poder sentir el fresquito de la noche. Cuando la calor apriete de verdad, quiero ser yo quien decida si debo poner el aire acondicionado, no unos vándalos con casco. Es más, tampoco es que las ventanas dobles sirvan de mucho para mitigar el ruido, porque cuando el motor brama con fuerza, mi piso tiembla.

Y ya que el calor vuelve sin avisar… ellos, también. Recuerdo allá por 2021, cuando incluso vinieron medios de televisión. ¡Salimos en el telediario de Antena 3! O cuando un medio local usó como titular: “Un día van a matar a alguien.” Qué agoreros, pensé… y qué razón tenían. Por suerte, nadie ha muerto (todavía), pero sí nos han matado un poquito el alma. Y el sueño.

Hubo reuniones, claro que sí. Acudió Rubén Pérez Carvajal, delegado de Seguridad Ciudadana, y un par de representantes de la policía local. Se nos escuchó. Bueno, a los presidentes de la comunidad de aquel entonces, que fueron quienes dieron la cara. Se nos dijo que ya habían tomado cartas en el asunto. Lo cierto es que, a día de hoy, lo único que ha cambiado es que tenemos cámaras de seguridad, instaladas si no me falla la memoria, en 2023. Qué moderno todo. Aunque si el objetivo era grabar escenas para un reality distópico llamado Jerez Street Kings —nótese en el título la ironía—, les ha salido de maravilla.

¿Motos sin matrícula? OK.

¿Rostros cubiertos? OK.

¿Identificación? No, gracias.

Les pedimos pasos de cebra elevados. Nada. Les pedimos retirar bancos para evitar botellones. Nada. ¿Más presencia policial en horas claves? Bueno, sí que los ves a veces. Pero no sirve de mucho. Las motos pasan junto a ellos como si nada. Una noche de mayo de este año, volví a llamar. El agente, buena persona pero bastante seco, me preguntó: “¿Qué quiere que hagamos?¿Los tiramos de las motos?” Me lo dijo como quien explica a un niño por qué no puede comerse un caramelo después de lavarse los dientes. Le respondí que no, no quiero daño para nadie. Pero si esperaba una solución. Al menos, para esa noche.

Me dijo que tenían las manos atadas. Y yo, con todo el respeto del que fui capaz, le contesté que si alguien les ha atado las manos, quizás deberían ser ellos quienes protesten, quienes eleven la voz, porque el deber de reclamar no siempre recae sobre el ciudadano. ¿O acaso tengo que hacer yo de legislador, policía y juez, además de padre y vecino?

Pero aquella noche, como tantas otras, apenas logramos dormir

Pero aquella noche, como tantas otras, apenas logramos dormir. Mi esposa madruga. Mucho. Y mis hijos también. Y yo con ellos. Y no, no tengo por qué hacer de héroe anónimo en mi propia casa. Solo quiero que alguien entienda. Que esos jóvenes, o adultos, o lo que sean —porque no lo sabemos, no se les ve ni los ojos—, se detengan un segundo. No para frenar la moto —que también—, sino para pensar. Para recapacitar. Para mirar a su alrededor. Tal vez no se han dado cuenta del daño que causan. Tal vez, en algún rincón de sus corazones llenos de gasolina, aún quede espacio para empatizar.

A vosotros, jinetes sin ley, os hablo ahora con palabras que tal vez jamás os lleguen a rozar. Pero si aún queda humanidad detrás de vuestras viseras, prestad atención. Lo que para vosotros es una descarga de adrenalina, para nosotros es una sentencia de insomnio. Lo que para vosotros es velocidad y gloria pasajera, para nosotros son lágrimas a la una de la madrugada, manos cansadas que consuelan a niños medio dormidos, padres que miran el reloj sabiendo que el despertador sonará en apenas unas horas.

No hay nada heroico en lo que hacéis. No hay admiración ni respeto, solo saturación. Solo esa mezcla de rabia y resignación que uno aprende a tragar cada noche, cuando se encienden los motores y se apaga la paz. Vosotros rugís, y nosotros resistimos. Vosotros os divertís, y nosotros nos partimos por dentro. Y aún así, no os deseo mal. Pero sí os deseo conciencia. Ojalá alguna noche os bajéis de la moto y os sentéis un instante a pensar. Ojalá escuchéis lo que suena más allá del rugido del motor: los gritos ahogadosde los vecinos, los suspiros de quienes ya no esperan justicia, el silencio que anhelamos y que habéis robado.

No escribo esto para que les caiga una multa aunque la merezcan, ni para que se los lleven esposados. Escribo esto porque sigo creyendo, iluso de mí, que son personas. Y que tal vez, algún día, recordarán estas noches no como trofeos de juventud, sino como el eco amargo de un error que pudieron enmendar a tiempo.

Porque incluso los villanos merecen redención. O eso dicen. Y porque, aunque todo parezca perdido, yo aún tengo esperanza. Y eso, queridos vándalos del asfalto, no hay motor que lo arranque.