Carmen Tamayo, el latido humano de Sevilla

Las medallas de la ciudad deberían servir para reconocer a quienes hacen de ella un lugar mejor, más digno, más humano

Carmen Tamayo, de Mujereando.
13 de noviembre de 2025 a las 10:14h

Si cualquiera de nosotras paseara al caer la tarde por las calles de la Macarena, por el centro, por el mercado del Arenal o por la plaza de la Encarnación, y se detuviera a hablar con alguna de las personas que duermen en la calle, descubriría algo hermoso y difícil de olvidar: a todas, sin excepción, se les iluminan los ojos cuando escuchan su nombre.

Carmen Tamayo”, dicen, y enseguida brotan sonrisas, palabras de admiración, de gratitud, de cariño sincero. Hay nombres que abren puertas, otros que calman heridas. El suyo hace las dos cosas.

Carmen Tamayo no es una desconocida. Ha pisado escenarios, ha dirigido historias, ha emocionado al público con su arte. Desde su compañía Mujereando, ha hecho del teatro un espejo donde mirar la desigualdad, el machismo o la exclusión. Pero hoy no quiero hablar de la actriz ni de la directora. Hoy quiero hablar de la mujer que, lejos de los focos, ilumina las calles con su ternura, de la Carmen que acompaña, escucha y abraza desde la organización Solidarios para el Desarrollo, llevando calor donde más falta hace, amor donde el frío cala más hondo.

Hablar de Carmen es hablar de feminismo, de igualdad, de justicia social. Pero también —y sobre todo— de esperanza. Porque ella transforma la realidad con la suavidad de un gesto, con la fuerza tranquila de quien mira a los ojos sin miedo. Tiene la rara virtud de escuchar sin prisa, de hacer sentir a quien tiene delante que su historia importa. No conozco a nadie tan generosa, tan desinteresada, tan llena de fe en los demás como ella.

Cada lunes y cada martes, Carmen y su grupo de voluntarias recorren las calles de Sevilla con termos de café, caldos calientes y galletas. Pero lo que reparten va mucho más allá: reparten tiempo, conversación, respeto y presencia. En cada encuentro, dejan un mensaje invisible pero poderoso: “Tú importas. No estás solo.”

Y eso, para quien ha sido borrado por la indiferencia, vale más que cualquier techo.

El resto de los días, Carmen sigue allí, tendiendo puentes invisibles entre la calle y la esperanza. Llama, gestiona ayudas, acompaña a citas médicas, busca recursos, escucha silencios. Y con cada palabra, con cada sonrisa, nos enseña que la verdadera grandeza no está en los aplausos, sino en el abrazo compartido; no en los escenarios, sino en las aceras donde nadie mira.

Las medallas de la ciudad deberían servir para reconocer a quienes hacen de ella un lugar mejor, más digno, más humano. Si alguna vez Sevilla decide mirar hacia su corazón más profundo, encontrará allí a Carmen Tamayo, sosteniendo la ternura con las manos. Porque su labor no solo alivia el dolor ajeno: también nos recuerda quiénes somos y qué podríamos ser si miráramos el mundo con un poco más de compasión.

Ojalá, Sevilla le dé ese reconocimiento en vida, no como un premio, sino como un espejo donde mirarnos. Porque cuando se honra a Carmen, se honra lo más bello de nosotros mismos: la ternura, la justicia, la humanidad.

Y entonces sí —como cada noche cuando ella camina entre las sombras—,

Sevilla brillará un poco más.