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No me lo explico. La verdad es que me he llevado una sorpresa este año, una desagradable sorpresa. Cuando a las siete en punto de la mañana fui a recoger mis regalos, y entre chalecos, calcetines, perfumes varios, ropa interior, camisas a rayas y zapatillas de andar por casa encontré un saquito de carbón puesto a mi nombre, el corazón mío ralentizó su paso y el cuerpo se quedó como frío; porque nunca esperaba que pudiera tocarme a mí semejante obsequio. Rápidamente pensé que estos Reyes Magos de Occidente se habían equivocado. Así que esperé a que los demás habitantes de la casa se despertaran, para que dieran su versión al respecto; pues era la primera vez que en 39 años de convivencia casera, a alguien se le adjudicaba el famoso carbón (“por haberse portado mal”).

Se iban a cumplir los mayores presagios. Le traían carbón a un servidor, dijeron unos y otros, por unas cuantas razones: siempre estaba gruñendo, cuando no era por una cosa era por otra; no quería salir a ningún sitio, aunque fuera a cenar uno de estos días al restaurante mandarín que acababan de inaugurar en la calle Oriente; lo de aparearse, que ya se estaba perdiendo… En resumidas cuentas, palos por todos lados y yo, con los ojos como platos, sin dar crédito a lo que estaba oyendo. ¡Pero si voy camino de los altares y me falta poco para santo!… ¿Será posible?

Y entonces no tuve más remedio que contraatacar. ¿Sabéis lo que os digo? Que si gruño, no quiero salir y lo del amor a medias, no es por el gusto mío; que siempre estáis con lo mismo. Me altera lo que me rodea, es cierto, tanto en el ámbito privado como en el público. ¿O no es para alterarse sabiendo que tú, “marquesita”, vives al segundo esta miserable vida que ahora te parecerá hasta rosácea, y mira que sin verlo sé que mendigas en la boca de metro de Sol o de Bilbao? ¿O no es para tomarse un cubo de tila —como dice vuestra madre—, al comprobar que tú, “condesita”, me has dejao “colgada” la letra del Focus y su correspondiente seguro? ¿O no es para ingerir un valium por la mañana, otro por la tarde y otro por la noche, ya que al niñito se le antojó mudarse a un adosado y ahora está de deudas hasta las cejas?

Que tengo lo que merezco es más que probable. Que en el filo de la navaja he pasado prácticamente toda mi vida. Que nunca me gustaron las leyes impuestas. Y uno, que se negaba a salir del vientre de su madre se ha ido recomponiendo como buenamente ha podido hasta llegar a ver lo que hoy mismo he visto encima de la mesa del comedor: un saco de carbón. Si es que no puede ser. Escribo, pinto, canto, bailo, y así me lo pagan. Además, que más claro el agua: “Carbón de Reyes”, pone el saquito, y trae una pequeña etiqueta que lo corrobora, con sus tres Reyes Magos caminando, uno detrás del otro. De luz meridiana, vamos. No lo puedo evitar, abro la etiquetilla y leo: “Según la tradición, a los niños que durante el año no se han portado bien, los Reyes les traen carbón. Mas como tú has sido bueno, tu carbón es un delicioso dulce”. Y por detrás te pone: “Carbón de azúcar”...

¡No me lo puedo creer!, que se dice ahora. Uno con la congoja, y los demás riéndose a mandíbula batiente, besándose y abrazándose en honor del mejor padre del mundo. Que sí, que sí. Si me parece muy bien, pero que me hayan obligao a sacar a los cuatro vientos determinados trapos sucios de mi privada existencia… Y delante de mis dos nietos, que son unos linces y todo lo cogen al vuelo. Los años, Jesulito, los años que no perdonan, me digo a mí mismo, y salgo a la terraza a tomar el airecillo que viene de las marismas. Menos mal, compadre. Menos mal que no se ha enterao nadie del asunto, que si no el pitorreo hubiera sido mayúsculo.

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