Capitana eterna del río Cala

Cuando pisas sus piedras, cuando contemplas su verde y ves sus aguas bajo la sombra de la loma, sientes que formas parte de una historia: la de todos los momentos que se han vivido y han quedado condensados allí para siempre

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Rivera de Cala, en Sierra Morena. TURISMOSEVILLA
Rivera de Cala, en Sierra Morena. TURISMOSEVILLA

La rivera de Cala es un río que discurre por un generoso valle en Sierra Morena, entre el parque natural Sierra Norte de Sevilla y los parques Sierra de Aracena y Picos de Aroche, ya en la provincia de Huelva. Es un afluente del río Rivera de Huelva, que a su vez desemboca en el poderoso Guadalquivir por su margen derecho, muy cerca de la ciudad de Sevilla. Desde la capital hispalense, es fácil acceder hasta él justo al dejar atrás un puente que lo cruza, y que comporta un tramo de carretera hacia Almadén de la Plata. Ayer estuve allí por primera vez. Parece uno de esos lugares perfectos, que han quedado atrapados en la memoria del niño que jugaba por allí con su pelota. Apresado en el corazón de los amantes que aprovecharon la orilla para darse besos furtivos y merendar juntos mientras los sorprendía una vaca. Retenido para siempre en la caña del pescador que se servía de las crecidas del verano para agenciarse algún galón. El río Cala es uno de esos lugares eternos en los que las décadas se han tumbado al sol para contar pétalos de margarita blanca.

Cuando pisas sus piedras, cuando contemplas su verde y ves sus aguas bajo la sombra de la loma, sientes que formas parte de una historia: la de todos los momentos que se han vivido y han quedado condensados allí para siempre. Quizás por eso sea un sitio inmortal, porque son los recuerdos de todos los que lo han hecho suyo los que le insuflan vida. Mirándolo de cerca, oyendo su quietud, es fácil entender por qué alguien querría permanecer eternamente en él. No cabe duda de que para descansar parece un sitio más que agradable. Tal vez el silencio que reina en Cala existe solo fuera del agua. Puede que si sumergimos la cabeza en su cauce oigamos risas de niño, confidencias de domingo, charlas de media tarde frente a la tortilla de patatas, pases de fútbol, y algún que otro te quiero. ¿No es todo eso algo así como el cielo? Bellas estampas, momentos de felicidad apresados en los sitios que los hicieron reales. Quizás por eso sea tan buena idea quedarse a vivir en sus aguas, más allá de la prisión del cuerpo, cuando se vuelve al polvo del que para los cristianos está hecha la existencia. 

Ayer en el río Cala flotaban unas flores que no pertenecían a la vegetación de la rivera. Claveles de distintos tonos de rosa coronaban una de las rocas de la margen izquierda. No habían crecido allí, pero sin duda alguna las había traído el amor. Eran colores del recuerdo, de la permanencia, del presente y del pasado. Flores que capitaneaban las aguas, como una valiente pirata se adueña de los mares que navega. A orillas de la rivera de Cala viven unos pequeños insectos similares a las mariquitas con una mancha muy visible en su abdomen que tiene una perfecta forma de ocho. El símbolo del infinito está grabado en sus cuerpos, como si la eternidad nos estuviera haciendo allí un guiño sirviéndose de unos diminutos aliados. Nos hacen saber que quizás haya un para siempre. Quizás, surcando el río Cala. 

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